Vigilancia, información, control total de la población

A raíz de los atentados del 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos aprobó la Ley Patriótica con el pretexto de combatir el terrorismo. Los servicios de inteligencia se encargaron de la represión y, sobre todo, de la prevención. En torno a este fenómeno se fabricó la Doctrina Rumsfeld, basada en ejércitos más pequeños, empresas de seguridad y, sobre todo, información, mucha información.

Desde el Pentágono, Rumsfeld cambió la estrategia del ejército estadounidense. Ahora el campo de batalla es digital y la tecnología ocupa el centro del territorio. “Hacer que el Pentágono pase de la era de la Guerra Fría a la era de la información”, anunció Rumsfeld tras la toma de posesión de su cargo.

Un año después Darpa creó la IAO (Information Awareness Office), la I2O (Information Innovation Office) y la IXO (Information Exploitation Office). Las puso en manos del almirante John Poindexter para “concebir, desarrollar, aplicar, integrar, demostrar y hacer evolucionar las técnicas, los componentes y los prototipos informáticos dentro de los sistemas de información de bucle cerrado que frustrarán las amenazas asimétricas mediante la obtención de un conocimiento completo de la información”.

Se puso en marcha el programa TIA (Total Information Awareness), posteriormente denominado Terrorism Information Awareness. Al principio el Congreso financió la TIA, aunque la guerra empezaba a privatizarse. Tanto el Pentágono, como Darpa y la IAO no hacían más que subcontratar con empresas privadas, entre ellas Syntek, que es propiedad del almirante Poindexter. La CIA también privatizó sus tecnologías de búsqueda y las convirtió en lo que hoy es Google, el brazo armado para la recolección de información junto con Facebook, Twitter y Microsoft.

La inteligencia estadounidenses colabora estrechamente con los monopolios tecnológicos privados para rastrear a cada uno de los ciudadanos gracias a los móviles e internet. El origen de Google se encuentra en las subvenciones de la CIA y la Agencia de Seguridad Nacional para la vigilancia masiva.

El último impulso a estas técnicas represivas es la declaración de pandemia y la creación de una identidad digital. Los caracoles dejan un rastro de baba cuando se desplazan por el suelo y lo mismo les ocurre a los internautas, incluidas las empresas, cuando navegan por la red. “Díme qué páginas visitas y te diré quién eres”. Los motores de búsqueda, como Google, recopilan información sobre los enlaces que pulsa cada uno de los usuarios de internet para establecer su identidad digital.

A ella se añade el rastro dejado en las redes sociales, como Facebook o Twitter, o a través de las publicaciones en los foros. El volumen de información obtenida es incomparablemente mayor que el que se obtiene del DNI, Hacienda, la Seguridad Social, Tráfico o un banco. Es mejor que las huellas dactilares o el ADN; el rastro de internet no se puede borrar de ninguna manera. Tampoco se puede cambiar.

En sólo 20 años el mundo ha caído en una ratonera. Muchos países han aprobado leyes para enviar esa acumulación de información sobre una persona, pero es inútil. Instituciones como la Agencia de Protección de Datos, no sirven para nada. También hay empresas privadas para borrar o cambiar la imagen que las personas tienen en internet, pero no hay manera de lograrlo. El derecho a la intimidad se ha esfumado y la mayor parte de la población no le concede ninguna importancia.

Cuando alguien quiere conocer a una persona, recurre a un buscador. Antes de contratar a un trabajador, las empresas no hacen entrevistas personales a los candidatos, sino que le buscan en las redes sociales.

El ratón quiere el queso y se despreocupa del cepo. La quiebra de los derechos fundamentales aparece en medio de la más absoluta indiferencia y quienes lo denuncian aparecen como chiflados y paranoicos. Los países tienen vía libre para llevar sus planes hasta el final. Si es posible conseguir que la población se ponga un bozal en la boca, es mucho más sencillo que acepte un pasaporte sanitario.

En particular, los colectivos populares se han olvidado muy pronto de que “la información es poder”. No hay ninguna clase de resistencia porque a cada paso son muchos los que demuestran que están dispuestos a entregar pacíficamente cada vez más información y cada vez más poder al Estado, favoreciendo el desarrollo de mecanismos tecnológicos de dominación política y social, como las bases de datos, la inteligencia artificial o el reconocimiento facial.

Por eso todo marcha viento en popa. La semana pasada el Senado estadounidense destinó 250.000 millones de dólares a la investigación de nuevas tecnologías. Paralelamente, Biden ha creado un grupo de trabajo de 12 miembros que permitirá a las empresas privadas, como Google, y a los investigadores, acceder a grandes bases de datos confidenciales sobre los estadounidenses que antes sólo estaban disponibles para las instituciones públicas.

Estados Unidos quiere mantener la hegemonía frente a otros países, como China y Rusia, en el campo de la inteligencia artificial. Pero las bases de datos que quedan a disposición de las empresas tecnológicas incluyen el censo, la sanidad, los vehículos, las viviendas, los seguros… Son informaciones que no tienen nada que ver con Rusia o China. Más bien se dirigen hacia lo que la IAO llama “amenazas asimétricas”, es decir, sus propios ciudadanos.

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