Sobre el cooperativismo

Nicolás Bianchi

El cooperativismo ya fue ensayado por socialistas utópicos en el siglo XIX como Owen y Fourier y sus falansterios o el mismísimo Lenin aprobando, en un momento dado y bajo la construcción del socialismo, la colectivización agraria como reorganización de pequeñas economías campesinas individuales transformándolas en grandes haciendas colectivas mecanizadas. Una colectivización que empezó, ya fallecido Lenin, en 1929, con los koljoses, es decir, aplicada a los grandes propietarios campesinos.

Sharryn Kasmir, autora del libro titulado «El mito de Mondragón», sobre el movimiento cooperativista en esa localidad guipuzcoana, se fija, no tanto en lo que acabamos de decir arriba, sino en la identificación entre el cooperativismo y la ideología fascista -mussoliniana, en concreto- en la negación de la lucha de clases. Las cooperativas italianas -dice esta autora- fueron beneficiosas para la propaganda fascista. Mussolini las ponía como ejemplo de los ideales del corporativismo donde habrían unas relaciones no conflictivas entre empleados y dirección.

El Estado español nunca fue hostil a las cooperativas de Mondragón-Arrasate en pleno franquismo. Y eso que en España, la primera ley de cooperativas, se aprobó durante la II República, en 1931. Esta ley fue sustituida en 1942 por otra que integraba más a las cooperativas en la órbita fascista obligando a sus socios a afiliarse al Sindicato Vertical.

El nacionalismo vasco de Sabino Arana pretendía -a la defensiva- refugiarse en un pasado mítico en el que, según imaginaba él, no existía el antagonismo entre clases (sociales). Arana y sus seguidores veían la lucha de clases como un concepto «extranjero» al igual que el socialismo. El Partido Nacionalista Vasco (PNV) imaginaba que el igualitarismo era patrimonio de los vascos. Un igualitarismo que, supuestamente, cumpliría dos funciones: diferenciar al País Vasco de España y, en segundo lugar, desacreditar el socialismo moderno como innecesario para los vascos, igualitarios por naturaleza. Un igualitarismo, pues, comunal y precapitalista orientado más al Antiguo Régimen de corte carlista que al comunismo de una sociedad sin clases.

Algo de esto bullía en la cabeza del padre José María Arizmendiarrieta, sacerdote a quien se le atribuye la fundación del movimiento cooperativista y a quien se le supone como una figura apolítica y no ideológica. Nada más ser ordenado, el padre Arizmendiarrieta llegó a Mondragón en 1941 (él nació en Markina en 1915 y murió en 1976 en Mondragón asistiendo a su funeral Antonio Tejero, entonces gobernador militar de Gipuzkoa) y se encontró con que las organizaciones de trabajadores todavía estaban en activo. La Iglesia Católica, en su «doctrina social», también ha defendido el cooperativismo como un medio para «dignificar» a los trabajadores y, al mismo tiempo, alejarles del comunismo y de la lucha de clases. Arizmendiarrieta se propuso convertir a la clase trabajadora de Arrasate en pequeños propietarios como modo de atenuar -y eliminar- la lucha de clases.

Ha habido sectores de la izquierda -y también en ETA y sus escisiones- que han visto el cooperativismo vasco como si fueran una especie de «islas» de socialismo, una visión idílica del movimiento cooperativista. Lo cierto es que se encuentra sometido a las leyes del mercado capitalista y que, para sobrevivir, necesitan competir con otras empresas. Bajo el capitalismo -dice Santi Ramírez-, las cooperativas tienden a alejarse cada vez más de sus iniciales principios democráticos y asamblearios; a requerir del trabajo de «expertos» que se superpone al conjunto de trabajadores-cooperativistas. Es decir, que las cooperativas, lejos de ser esas idílicas «islas» de socialismo, tienden a reproducir las relaciones de producción capitalistas.

Arizmendiarrieta fundó, junto a cinco jóvenes procedentes de la Escuela Profesional de Mondragón, la primera cooperativa en 1956: ULGOR, inicio de lo que con los años sería el Grupo Cooperativo Mondragón. En 1974 se produjo la primera y última huelga o protesta masiva de trabajadores cooperativistas en Mondragón. Había huelguistas que veían el nuevo sistema de evaluación como un esfuerzo para «profesionalizar» las cooperativas mediante «la valoración del trabajo intelectual por encima del manual». Algo así como la «reválida» que quiere reimplantar el ministro Wert de Educación.

La huelga sólo duró un día y no llegó a paralizar la producción por completo. Desde 1971, los estatutos de las cooperativas prohibían las huelgas internas de forma que el Consejo Rector tuvo total libertad para sancionar a los huelguistas. Muerto Franco y con la amnistía laboral (readmisión de los que estaban en las «listas negras»), Ulgor no lo hizo porque tenía propia normativa y no readmitió a los trabajadores. Los huelguistas hicieron prevalecer la solidaridad de clase frente a la solidaridad entre vascos de todas las clases sociales.

Se fue extendiendo la idea -que llega hasta hoy- de que cuando hay una huelga, los trabajadores de las cooperativas no quieren salir porque ellos no tienen problemas. Es el intento de Arizmendiarrieta de crear una «clase media» en el seno proletario de Mondragón. Y es que, se supone, el cooperativismo eliminaría la contradicción entre el capital y el trabajo. El ejemplo de Fagor parece desmentirlo.

Frases significativas que se atribuyen a Arizmendiarrieta fueron: «la política hay que dejarla en la taquilla, junto a la txapela. Aquí peleamos todos juntos por el proyecto». O esta otra: «siempre hay que llevarse bien con el que manda». Y otra más: «no os metáis en política. Las necesidades unen; las ideologías separan».

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