‘La política hace a pequeña escala lo que la medicina hace a lo grande’

Uno de los errores más comunes en torno a la ciencia es la de aquellos que la reducen a su dimensión cognoscitiva y de ella sólo tienen en cuenta los conocimientos. La ciencia es un saber “neutral”, desprovisto de connotaciones ideológicas, políticas, religiosas, morales o filosóficas. Sus practicantes son personas de la misma factura: están por encima de las clases y de la lucha de clases. La conclusión evidente es que hay que dejar la ciencia en manos de los científicos. Si los demás queremos acertar en nuestras decisiones, debemos aceptar el consejo de los que saben, de los expertos

Pero, como dice un refrán, saber es poder y a la inversa. La burguesía supone que puede perpetuar su dominación transformando los problemas políticos en problemas técnicos, que eso asegura su gobernabilidad, hoy y en el futuro. Los políticos se entrometen en la ciencia tanto, por lo menos, como los científicos en la política. Lo reconoció el creador de la moderna teoría celular, el alemán Virchow con su equiparación entre la medicina y la política: “Die Politik ist weiter nichts, als die Medizin im Großen” (La política hace a pequeña escala lo que la medicina hace a lo grande).

La ciencia es una fuerza productiva y un instrumento de hegemonía política. Hoy en día ningún ejército es capaz de vencer sin los científicos. La ciencia (y la tecnología) han pasado a formar parte de la maquinaria militar y, por consiguiente, deben ser estudiados como tales, escribe Latour (1). Entre un 20 y un 30 por ciento de los científicos trabajan en proyectos militares, porcentaje que sube al 40 por ciento en Estados Unidos. El 70 por ciento de la inversión en ciencia se destina a la guerra. La militarización de la ciencia asegura una provisión de mano de obra a su imagen y semejanza: disciplinada y amaestrada. Ni en un cuartel de artillería ni en un observatorio astronómico caben las singularidades.

En la Segunda Guerra Mundial, el “Proyecto Manhattan” para fabricar la primera bomba atómica, selló el destino de la ciencia para el futuro. El Proyecto invirtió 2.000 millones de dólares de la época, empleando a 125.000 científicos en más de diez centros de investigación distintos bajo una misma dirección militar y política. La ciencia estadounidense -y por extensión la sometida a su influencia- nunca volvió a recuperarse de aquella faraónica movilización de recursos. Fue la primera organización civil puesta al servicio del ejército estadounidense. Nació la “big science”, las gigantescas industrias científicas.

Como consecuencia de esa situación, una parte cada vez más importante de lo que se considera como “ciencia” tiene poco que ver con ella y, en cualquier caso, tiene que ver también con intereses espurios, que la mayor parte de las veces son bastante turbios, empezando por el transplante de médula o la creación del Centro de Control de Enfermedades de Atlanta. Cuando en la posguerra el propio Eisenhower denunció los peligros del complejo militar-industrial, también puso a la ciencia en el mismo punto de mira.

Eisenhower se refería a dos riesgos simultáneos que concernían a su propio país: primero, la sumisión de los científicos “con el poder del dinero” y, segundo, que la democracia se convierta en un rehén de los tecnócratas, de quienes pretenden acaparar para sí el monopolio del conocimiento y que los demás adapten a ellos sus decisiones (2).

Además de militarizada la ciencia está industrializada. A la ciencia como fuerza productiva, esto es, a la aplicación de la ciencia a la producción capitalista, hay que añadir la aplicación del capitalismo a la ciencia. La megaciencia necesita una movilización tal de recursos que sólo se puede lograr mediante una militarización de los medios puestos a su disposición, entre ellos, los propios científicos. El acelerador de partículas de Ginebra reúne a unos 8.000 físicos cuyas condiciones de trabajo son las de cualquier cadena de montaje. La EMBO (Organización Europea de Biología Molecular) creada en 1964, reúne a más de 1.100 científicos, la mayor parte de los cuales no son más que emisarios de la industria del ramo.

Tras el programa “Átomos para la Paz”, Estados Unidos entró en una era de economía de guerra permanente. El informe Paley demostró que la economía había pasado a estar fundada en criterios militaristas.

El Plan Bolonia, del que ya nadie se acuerda, selló la industrialización y militarización de la ciencia en Europa, la transformación de la universidad en una fábrica (3), un paso necesario porque los laboratorios y centros de investigación ya lo estaban. El 75 por ciento de la investigación se lleva a cabo en empresas privadas con dinero público. Los científicos son funcionarios públicos y empleados privados. Como en el ejército o en cualquier sector económico, no cabe ninguna posibilidad de discusión de las órdenes. Como cualquier peón fabril, el científico tiene que ser sometido y, además, debe aceptar e interiorizar su propia condición gregaria como un estado natural.

Como consecuencia de ello, la ciencia atraviesa un profundo declive, sólo comparable al de la Edad Media. Se investiga, se publica y se lee aquello que se financia y subvenciona a golpe de talonario. Lo demás no existe, no es ciencia. No es necesario recordar que quien paga manda, ni tampoco que quien paga y manda nada tiene que ver con la ciencia, es decir, que quien la dirige es ajeno a ella.

La ciencia fue la gran coartada que justificó el incremento de los gastos militares durante la Guerra Fría, que dejaron de parecer improductivos para convertirse en una inversión, es decir, rentables. Inmediatamente después de que en 1957 los soviéticos colocaran en órbita el Sputnik, el primer satélite artificial, el general Eisenhower organizó ARPA, de donde nacieron la NASA, la Comisión de Energía Atómica e internet. Actualmente dispone de un presupuesto anual de unos 2.000 millones de dólares y es una primeras fábricas científicas del mundo.

Por iniciativa de la Union of Concerned Scientists, en febrero de 2004 un grupo de más de 60 científicos, 20 de ellos galardonados con el Premio Nóbel, dirigieron una carta colectiva al presidente Bush protestando por la injerencia política de su gobierno en la investigación científica. El documento es un texto incendiario en el que los firmantes protestan por la manipulación que lleva a cabo el gobierno de los resultados de las investigaciones, la imposición de políticos de confianza en los comités consultivos y la asfixia de aquellos conocimientos científicos que no concuerdan con sus planteamientos políticos.

(1) Bruno Latour: La ciencia en acción. Cómo seguir a los científicos e ingenieros a través de la sociedad, Labor, Barcelona, 1992, pgs.164 a 166.
(2) Eisenhower’s Farewell Address to the Nation, 17 de enero de 1961, http://mcadams.posc.mu.edu/ike.htm
(3) Cfr.Carlos Sevilla Alonso: La fábrica del conocimiento. La universidad-empresa en la producción flexible, El Viejo Topo, Barcelona, 2010.

comentario

  1. Buen extracto de su artículo de Lysenko, muy interesante por lo demás. Y además se puede acceder a él de forma gratuita, todavía mejor.
    Cambiando de tercio, me uno a la petición de bibliografía de una lectora en un artículo anterior.
    Salud.

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