La clase media no irá al paraíso

En la época revolucionaria de la burguesía y hasta hace muy poco tiempo se explicaba eso que los académicos de derecho constitucional llamaban “soberanía parlamentaria” con una frase procedente de la Cámara de los Comunes de Londres: la ley lo puede todo, excepto convertir una mujer en hombre o al contrario. Ahora ya se puede cambiar también eso.

En el mundo se puede cambiar cualquier cosa gracias a las leyes, a golpe de autoridad. Es más, los reformistas aseguran que la manera de cambiar una realidad es cambiar la ley que la regula. Basta votarles a ellos, lograr la mayoría en el parlamento y cambiar la ley.

Una persona es mayor de edad porque así lo establece una ley. En la República eran 23 años, el franquismo la puso en 21 años y la transición en 18. Si alguien está tentado de medir la madurez por medio de la edad, supondrá que los jóvenes cada vez maduran antes y si ponemos la mayoría de edad a los 16 años, madurarán aún más rápidamente.

El parlamento de Corea del sur ha cambiado la forma de medir la edad. En el mundo occidental, cuando nace un niño, le ponen cero años de edad, hasta que pasan 365 días. Sin embargo, en Corea le ponen un año de edad y el dato no cambia con su cumpleaños, sino el 1 de enero. Por lo tanto, un niño que nace en Nochevieja, al día siguiente tiene dos años de edad. En España tendría cero.

Esta semana occidente ha impuesto a Corea su manera de medir la edad, de manera que va a rejuvenecer a la población. Basta una ley o un decreto para conseguirlo.

Los reformistas cambian así las cosas. Pretenden grandes cambios con pequeñas leyes. Basta un día de diferencia para que alguien se puede casar o pueda votar en unas elecciones. Basta beber una gota más de alcohol para dar positivo en una prueba de la Guardia Civil de Tráfico y que te impongan una multa.

Muchos de las datos cuantitativos que se manejan habitualmente son así de arbitrarios y se cambian por decreto. Al entrar en la Unión Europea el gobierno español cambió la manera de medir la inflación, a pesar de lo cual se siguen haciendo comparaciones históricas con datos que no sólo son cuantitamente distintos, sino también cualitativamente.

Los cambios en la vara de medir no sólo ocurren en los asuntos administrativos, sino también en los científicos, donde la métrica está cada vez más presente. Un artículo sólo parece realmente científico si aporta datos cuantitativos, por más que la mayor parte de las veces no sea posible averiguar de dónde han salido, ni el criterio de su obtención.

El llamado “cociente de inteligencia” es uno de los ejemplos característicos de las seudociencias modernas, que divide a los niños en tontos y listos. No debe extrañar que los antiguos países socialistas se prohibieran ese tipo de prácticas aberrantes en los colegios que confunden a los listos con los listillos.

La métrica no es más que un canon que responde a una imposición o a una convención, o a ambos a la vez. Por ejemplo, los datos de inflación proceden de organismos oficiales como el Instituto Nacional de Estadística y casi nadie los pone en cuestión, a pesar de que pueden resultar totalmente absurdos. Por ejemplo, en el cómputo del salario medio de un país no se tiene en cuenta a los parados, cuyos ingresos son cero. De esa manera, el salario medio parece mucho más elevado y no refleja la verdadera situación material de la clase obrera.

Lo mismo ocurre con las noticias de las organizaciones caritativas según las cuales países, como Somalia, son muy pobres porque la inmensa mayoría de la población sobrevive con menos de tres dólares de ingresos diarios. En ese tipo de países la autosuficiencia está muy extendida porque aún no ha llegado el mercado. No son necesarios los ingresos porque los pagos son cero.

La omnipresencia de las cifras anula las diferencias cualitativas y, por supuesto, las clases sociales. Por eso los “expertos” han introducido la tonteoría de la “clase media” entre los tópicos de los medios de comunicación. Lo mismo que la naturaleza, la sociedad también es uniforme, aunque unos ganen más que otros. Sin uniformidad no hay métrica y sin métrica no hay uniformidad.

Así nos encontramos con noticias como que este verano hemos conocido las temperaturas más elevadas de la historia. Muchos creen que el termómetro sube cada día un poco más, aunque ya no hay termómetros de mercurio, como los de antes, ni posibilidad de hacer ese tipo de comparaciones. Los matices han desaparecido. No es posible saber si las temperaturas han sido altas en el hemisferio norte, mientras que en el sur han padecido un invierno polar. Las dos cosas pueden ser ciertas simultáneamente.

En el parte meteorológico de cualquier noticiario, las informaciones saltan de una temperatura local, por ejemplo en Baeza, a promedios generales para la península, para el planeta o para tiempos remotos. Sin embargo, un promedio no es una cifra real sino una abstracción matemática. Si en Baeza no llueve, pero en O Porriño caen 30 litros por metro cuadrado, el promedio es de 15. Pero a pesar de ello, en Baeza no salen a la calle con paraguas porque no toman sus decisiones en base a abstracciones matemáticas sino a hechos reales.

Un trabajador no gasta un salario medio sino el suyo propio, unos ingresos contantes y sonantes. No le importa que el billete para los cruceros haya subido de precio porque no tiene ninguna intención de realizar ese tipo de viaje. Hay componentes de la inflación que no le afectan nada y que sólo sirven para los estudios académicos.

La ciencia es un “análisis concreto de la realidad concreta” y cualquier tipo de abstracción cuantitativa debe ayudar a esa tarea, en lugar de encubrirla. No obstante, hoy la mayor parte de los artículos científicos se rodean de un aparato estadístico creciente, repleto de datos cuantitativos y abstracciones que parecen tener vida propia; parece que son algo por sí mismos.

En las ciencias modernas las métricas las imponen decretos gubernamentales y cánones académicos, que transmiten una visión formal de la realidad. La concentración de alcohol en sangre se mide con un etilómetro homologado por la Dirección General de Tráfico que, en realidad, lo que mide es el aire espirado por la boca. Tiene poco que ver con el alcohol en la sangre, pero si se mide el alcohol con otro aparato, la medición cambia. También cambia a medida que el tiempo transcurre. Desde luego que no a todo conductor que arroja un resultado positivo en un etilómetro se le puede calificar de “borracho”.

En 2014 se creó en España un centro de metrología, del que la ley dice que es un organismo “técnico”, dependiente del Ministerio de Industria, que se encarga de homologar los aparatos de medir. Unos aparatos miden bien y otros mal; unos miden mejor que otros. Cuando alguien quiere exhibir el carácter oficial de una medición, lo hace con un aparato homologado, aunque es como cualquier otro aparato: se puede estropear, se desgasta con el uso, se ha inventado otro más preciso o el operador que lo maneja no lo sabe utilizar.

A medida que los científicos modernos insisten, cada vez más, en la cantidad, se olvidan de la cualidad, de lo concreto y de las mil y una complejidades del contexto. Entonces aparecen entelequias del tipo “clase media” que no existen en ningún lugar y ocultan a las clases sociales que realmente hay en cada sociedad y en cada momento histórico.

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