El nuevo ciclo, el viejo y toda la vida igual

Leemos y escuchamos tantas veces, especialmente a Otegi y luego a Errejón, que ha empezado un nuevo ciclo que nos hemos planteado: ¿en qué se diferencia del anterior? Como nunca nos lo explican, hemos llegado a la conclusión de que estamos entendiendo mal: lo que ha empezado es un nuevo circo, con nuevos números, nuevas atracciones, nuevos payasos y trapecistas. Si fuera el circo de toda la vida resultaría aburrido a más no poder. Para que el público que ya ha visto la actuación vuelva a pasar por caja siempre hay que cambiar algo. Los pequeños cambios previenen los grandes, los necesarios y los imprescindibles. Las nuevas atracciones son propias de quienes quieren que el circo siga siendo el mismo circo, el de siempre.

Para llevar la contraria, aquí empezaremos a hablar no de las nuevas atracciones sino del circo mismo, de toda esa banda a la que llaman “clase política”, que son más de lo mismo, la de toda la vida, un compendio de caciques provincianos, cotillas, garrulos, zafios, ramplones, mediocres y… no podemos seguir en esta línea porque, es tal el desprecio que nos transmiten, que agotaríamos los insultos del diccionario y acabaríamos en los juzgados.

Cuando vemos y oímos a personajes como Rajoy, Aznar, Pedro Sánchez, Cayo Lara, Rita Barberá y demás miembros de “la casta”, entendemos mejor a aquellos personajes fatuos y grotescos de la Restauración que en tiempos del franquismo se convirtieron en oscuros y sucios burócratas, absorbidos por el día a día y la rutina de estar sentados todos los días en una oficina llena de legajos.

Para encontrar un prototipo del político español basta abrir el callejero de Madrid y tomar un nombre al azar: Romero Robledo, por ejemplo, ministro de la Gobernación (Interior) durante la Restauración, presidente de las Cortes… en fin un señorito andaluz que jamás conoció otro oficio que ese, el de político. Como ministro del ramo, Romero Robledo no inventó el pucherazo sino que lo elevó a la categoría de arte electoral. Como en aquella época no había urnas se utilizaban pucheros y al acabar la jornada electoral se volcaba el contenido de las papeletas que, por casualidad, siempre caían del mismo lado: el que desde Madrid ordenaba aquel ministro.

De ahí procede la palabra, auténtica sabiduría popular que conserva la memoria histórica mejor que los archivos, de donde han desaparecido los documentos y cartas relativos a las manipulaciones de Romero Robledo, quien ha pasado a la historia, por cierto, con el nombre sarcástico de “El Gran Elector”. Lo mandó quemar todo, pero eran tantos los papeles que no pudo borrar el rastro de sus manejos por completo.

En aquella época los apaños electorales eran curiosos. Algunos diputados salieron elegidos por una circunscripción en la que no se habían presentado. ¿Qué más da? ¿No quería Usted ser diputado? ¿Qué importancia tiene que lo sea por Segovia y no por Córdoba? En un país dominado por la superficialidad todo da lo mismo. ¿No quería Usted ser diputado? ¿Qué importancia tiene que lo sea por el partido conservador o por el liberal? Entonces si no te gustaba un partido te pasabas al otro, como hizo el propio Romero Robledo varias veces. O creabas el tuyo propio. Más allá del nombre era difícil encontrar la diferencia entre unos y otros.

Es lo mismo que comentó Adolfo Suárez, cuando le cesaron de uno de los cargos que ocupó bajo el franquismo. Quería ser ministro de algo. ¿De qué? Da lo mismo. Lo importante era ser ministro.

La superficialidad política tiene cosas singulares. Lo mismo que hoy, también la Restauración procedía de un golpe de Estado. Montado en su caballo, con el sable en la mano, en 1874 el general Pavía introdujo a las tropas en Las Cortes para acabar con la Primera República. Pero eso nunca importó nada a los diputados que vinieron después. Todo era normal. A nadie se le ocurrió impugnar la legitimidad de aquel régimen político en el que medraron personajes como Romero Robledo.

Cuentan los cronistas que cierto día Romero Robledo empezó a discutir con un conocido catedrático (y parlamentario a la vez) en los pasillos del Congreso y le dijo: “En efecto, Usted es una persona extraordinaria, pero yo soy aún más extraordinario que Usted; para discurrir Usted necesita el apoyo de los libros y las bibliotecas, y yo no los necesito; si Usted hubiera sido andaluz, se hubiera Usted aburrido mucho en el mundo, y yo, en cambio, lo habría pasado muy bien”.

Era característico de la clase dominante de aquella época. Romero Robledo presumía de tener una casa muy grande en Madrid, tanto como de que en ella no había libro alguno. No necesitaba ningún tipo de información para hablar durante horas en el Congreso. A pesar de ello, como los demás fantoches, acumulaba títulos, como el de presidente de la Academia de Jurisprudencia y Legislación, Presidente del Círculo de Bellas Artes o académico de la de Ciencias Morales y Políticas. En fin, Romero Robledo impartía lecciones de moralidad y acumulaba títulos al mismo ritmo que vaciaba su cabeza.

Como buen ministro del Interior, para apañar las elecciones y otras tareas propias del cargo, tenía una tropa legal y otra paralela. Entonces la llamaban “la partida de la porra”. La integraban los peores sujetos reclutados de los bajos fondos de Madrid, la “manolería”. Las altas esferas (marqueses, políticos, financieros) se mezclaban así con las más bajas (cesantes, quinquis, rufianes). El jefe era el ministro, pero el dinero lo ponía el Duque de Sesto. Muchas páginas se han escrito sobre la unidad dialéctica del palo y la zanahoria, y bastantes coinciden en Romero Robledo. Donde no llegaba el pucherazo, el enchufe y la recomendación, llegaba la intimidación.

Antes de la Restauración, durante el reinado de Amadeo de Saboya, a pesar de su juventud, Romero Robledo ya fue subsecretario de Gobernación en el Ministerio de Sagasta. Estuvo, pues, entre quienes prohibieron la Primera Internacional por decreto. Eran sujetos de esa calaña, profundamente inmorales, los que calificaban de “inmoral” al movimiento obrero, que entonces era tanto como decir “terrorista”. También era todo normal, lógico, de cajón, propio de quienes han hecho de “la política“ su profesión y han logrado que los demás, la inmensa mayoría, aborrezca esa “política“. Lo peor de todo es que no conocen otra. Todo les parece más de lo mismo. Incluidos nosotros.

comentarios

  1. Uno de sus descendientes, el cual lejos de intentar ocultarlo o reconocer sentir verguenza lo recordaba cada vez que podia, da clase como catedratico de derecho constitucional (que azarosa es la historia)

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