No sólo hemos dejado que nos engañen en lo que a la transición concierne, sino que tampoco sabemos lo que es una constitución, por lo que llamamos de esa manera a cualquier trozo de papel impreso. Naturalmente que por una repetición insistente también tenemos asociada la democracia a la constitución e ingenuamente nos hemos convencido de que los países fascistas lo eran porque no tenían una constitución, ni la parafernalia que la acompaña: libertades, derechos, elecciones, partidos, separación de poderes, etc.
¿Qué es una constitución? En 1862, hace ya 150 años, Lasalle, el socialdemócrata alemán que mantenía una relación de amor, odio y otros estados de ánimo hacia Marx y Engels, pronunció un ciclo de conferencias para responder a esa pregunta: ¿qué es una constitución? Diferenciaba entre la constitución en sentido formal, una norma jurídica escrita sobre el papel, y la constitución real, el conjunto de fuerzas que dominan en una sociedad. Según Lasalle, los problemas constitucionales no son, en última instancia, problemas jurídicos, sino de poder (1).
¿Es necesario insistir sobre algo tan obvio? Si, por muchas razones, entre ellas porque también hay una mala comprensión de las relaciones entre lo formal (jurídico) y lo real (sociológico). Hay quienes desprecian lo jurídico y hay quienes miran la realidad sólo a través de los agujeros legales y redactan manuales sobre los derechos de los detenidos.
Cuando Montesquieu habla de “separación de poderes” se refiere a ambas cosas al mismo tiempo. Sus “poderes” no son el legislativo, el ejecutivo y el judicial sino las clases sociales. A lo que se refiere Montesquieu es al reparto del poder entre las clases sociales, o mejor dicho, a un nuevo reparto del poder entre ellas, de una redistribución de ese poder político (2). Eso es una constitución: la formalización jurídica de un cambio político.
De ahí se desprende algo obvio: no es la constitución la que redistribuye el poder sino que es un cambio en el poder el que redacta una nueva constitución. Al poder de crear e imponer una nueva constitución Sieyés, un representante típico de la burguesía revolucionaria, lo llamaba “poder constituyente”. Pero también lo podemos decir en términos actuales, más comprensibles: la lucha de clases es el motor de la historia y, por lo tanto, también es la que redacta, cambia y anula las constituciones.
Las primeras constituciones aparecen con las revoluciones burguesas. Son expresiones suyas, es decir, reflejan el asalto de la burguesía al poder político y la construcción de un nuevo Estado, diferente del anterior. Uno de los mayores exponentes de la nueva teoría constitucional fue Sieyés, quien lo expresó claramente. “¿Qué es el Tercer Estado?”, preguntaba Sieyés refiriéndose a la burguesía. “No es nada”, respondía él mismo. “¿Qué debe ser el Tercer Estado?”, volvía a preguntar. “Todo”. La burguesía quería todo el poder para sí misma.
Sieyés forjó el núcleo fundamental de lo que es una constitución, el de “poder constituyente”, que luego Lenin expresó a su manera al decir que “no basta con dar a la Asamblea representativa la denominación de constituyente. Es preciso que dicha asamblea tenga poder y fuerza para constituir” (3). Entonces, para juzgar la Constitución de 1978 hay que tener en cuenta ambos factores. En primer, el aspecto formal: si las Cortes surgidas de las elecciones de 1977 fueron constituyentes, o no. Y segundo, el aspecto material, si dichas Cortes tenían la fuerza suficiente para constituir, es decir, para cambiar la naturaleza política del Estado.
Es lo que Lasalle calificaba como los “factores reales de poder”, lo que en tiempos de la transición se llamaban “poderes fácticos”, una expresión que ya nadie utiliza ahora, pero que entonces era muy corriente precisamente porque esos poderes, los de verdad, no sólo no estaban en las Cortes, sino fuera de ellas y, además, porque esos poderes no sólo no querían cambiar sino que estaban en contra de cualquier cambio.
Así que todas las respuestas a las preguntas anteriores son negativas, incluso las de tipo formal, lo que conduce a concluir que España no tiene constitución, que la Constitución de 1978 no es tal constitución o, dicho en términos más claros, que dicha constitución es un fraude que procede de otro fraude y que fue redactada por unos defraudadores. En el derecho todo fraude, de ley o de cualquier otro tipo, conduce a la nulidad. Un certificado de nacimiento falso es nulo, un billete de 7 euros es nulo y una constitución falsa es también nula: no existe como tal.
¿Por qué no hay constitución? Porque no hubo transición, ni cambio político. Lenin preguntaría lo siguiente: ¿tenían las Cortes de 1977 poder para cambiar algo?, ¿eran las Cortes de 1977 un poder? Naturalmente que no. Pero la respuesta tiene que ir mucho más allá: ni eran constituyentes ni lo pretendieron jamás. Las elecciones de junio de 1977 no se convocaron para cambiar el Estado, derogar las Leyes Fundamentales franquistas y elaborar una nueva constitución.
Una constitución no implanta la libertad sino que es consecuencia de ella, de una situación previa de libertad que nunca hubo en España, y menos en 1977. No es necesario leer la prensa de entonces. Cualquiera que haya vivido la transición al cabo de la calle no hablará sino de un estado de terror, de crímenes, de miedo, de palos, de detenciones, de torturas y de cárceles.
Por el contrario, la libertad forma parte esencial del poder constituyente y para que haya libertad hay que liberar a los presos políticos de las cárceles, reconocer los derechos de reunión, asociación, manifestación, legalizar a los partidos políticos y la libertad de expresión, el acceso de todos a los medios de comunicación públicos… Nada de esto se produjo en 1977. La consecuencia política fundamental de este hecho es que la legitimidad de este régimen es la misma que la del franquismo, es decir, ninguna. Nadie puede calificar de legítimo a un Estado edificado sobre el criminal alzamiento de 1936 y la matanza subsiguiente. La transición no fue más que una prórroga de esa situación de guerra y posguerra. Más de lo mismo.
Las cosas no cambian nada por el hecho de que las imitaciones de los falsificadores sean tan buenas que embauquen a los incautos. Siempre que hay una imitación hay que compararla con el original. Si hablamos de fraude hay que mirar en la trastienda, analizar la historia, los hechos, la práctica. Si no hubo ningún tipo de poder constituyente, lo que hay que analizar es eso que en 1977 se llamaban “poderes fácticos”.
Los incautos se quedan con el aspecto formal de las cosas, lo que debió ser y no fue. Pero los diputados de 1977 no inventaron el fraude. Sieyés, que era cura, sabía mucho de fraudes y, a pesar de ello, le ocurrió lo mismo hace más 200 años, lo que le movió a escribir su conocida obra, en la que dice: “El conocimiento de lo que hubiera debido hacerse puede llevar al conocimiento de lo que se hará” (4). Si no queremos que nos vuelvan a timar de nuevo los mismos timadores de siempre, deberemos exigir ahora lo que no tuvimos en 1977 ni hemos tenido nunca, empezando por la liberación de los presos políticos.
(1) Lasalle: ¿Qué es una constitución?
(2) La separación de poderes en el constitucionalismo burgués
(3) Lenin: Dos tácticas de la socialdemocracia en la revolución democrática, Obras Escogidas, tomo I, pg.475.
(4) Sieyés: ¿Qué es el Tercer Estado?, Madrid, 1973, pg. 92.