La complicidad de los universitarios y los militares en la contrainsurgencia

Hugo G.Nutini nació en Estados Unidos en 1928. Vivió varios años en una finca chilena propiedad de sus padres antes de obtener el título de ingeniero civil en la Academia Naval de aquel país, para luego trasladarse a Estados Unidos a estudiar antropología, donde obtuvo el doctorado con una tesis sobre Tlaxcala, México, a donde llegó en 1957.

De su relación con Tlaxcala y México dan cuenta varios libros, aunque no empezó a ser muy conocido en el país centroamericano, sino en Chile como integrante del Proyecto Camelot, un caso que muestra la colaboración de los científicos con el complejo militar industrial durante la Guerra Fría.

En Chile, Nutini intentó captar a varios académicos para que trabajaran en Camelot, entre ellos Ricardo Lagos, que luego sería Presidente de la República. Los universitarios rechazaron la propuesta, investigaron a Nutini y destaparon el Proyecto Camelot. En 1965 Nutini confesó su doble juego en una carta enviada a la “Review of Sociology”. El gobierno chileno tuvo que intervenir para pedir explicaciones a Estados Unidos, que las ofrece: todo había sido culpa de Nutini, que actuaba por su cuenta.

El académico se convierte en el chivo expiatorio, es declarado persona non grata y se esfuma. En cualquier caso, Estados Unidos se disculpa y promete que no se volvería a repetir. Naturalmente, era mentira. La complicidad de los universitarios y los militares no se detuvo sino que subió de grado poco después, con el Golpe de Estado contra Allende de 1973, en el que los académicos desempeñaron un importante papel en la creación de las cortinas de humo, junto con la Democracia Cristiana.

El Proyecto Camelot lo creó la Oficina de Guerra Sicológica del ejército en 1956 dentro de la Universidad Americana de Washington. Parecía el típico tinglado académico, pero sus ambiciosos objetivos eran militares: aplastar a los movimientos revolucionarios en los cinco continentes, pero especialmente en Latinoamérica. El dinero que el Pentágono puso en manos de los docentes fue muy cuantioso para aquella época: seis millones de dólares en cinco años.

El tinglado se escondía con el acrónimo anodino de SORO (Special Operations Research Office, Oficina de Investigación de Operaciones Especiales). Lo mismo que Nutini, tenía una doble condición: era militar y universitaria a la vez. Al Pentágono le interesaba conocer a fondo los factores culturales y sicológicos de la guerrilla latinoamericana. En los años sesenta el Pentágono pasó de la contrainsurgencia a la guerra sicológica, materializadas en los informaciones que dieron los medios de comunicación del mundo para justificar el Golpe de Estado de Pinochet en 1973.

Estaba naciendo la ingeniería social. Para mantener su hegemonía, Estados Unidos no sólo necesitaba bases militares, sino también universidades, investigaciones, cursos, doctorados… Son el “hardware” y el “sofware” de la contrarrevolución. El Pentágono continuó el Proyecto Troya y el Grupo Smithsonian con la mayor investigación social para fines militares de la historia de la humanidad hasta entonces. Marcó una pauta para el futuro, de manera que ya es imposible saber dónde acaban los profesores universitarios y dónde empiezan los chusqueros.

Aunque los académicos, como Nutini, lo que trataban era de impedir la revolución, tenían un lenguaje mucho más sofisticado: su tarea era crear un “modelo predictivo del colapso social”, para lo cual colaboraban especialistas en múltiples disciplinas universitarias: antropología, teoría de la comunicación, psicología de masas, neurociencias…

Los “expertos” acudieron como moscas al olor de las becas y las subvenciones del Pentágono, a cuyo servicio se pusieron 140 sociólogos, entre los que estaban Lewis Coser. Pero los militares también lograron reclutar a Thomas Schelling, especialista en teoría de juegos, o James Samuel Coleman, sociólogo.

Unos equipos se encargaron de estudiar los principales teatros de América Central y del Sur, como Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, Cuba, México, Perú y Venezuela. Otros llegaron hasta países más lejanos, como África (Nigeria), Europa (Francia, Grecia), el mundo islámico (Egipto, Irán, Turquía) y Extremo Oriente (Corea del Sur, Indonesia, Malasia, Tailandia).

Los universitarios no sólo resumieron lo que ya se había escrito con anterioridad, sino que iniciaron investigaciones sobre el terreno, realizando encuestas, entrevistando a colegas y a la población, interesándose por su literatura y asimilando sus costumbres, hábitos y creencias.

La producción intelectual fue gigantesca: informes periódicos de psicólogos, transmisión de los datos recogidos sobre el terreno a un centro informatizado para su análisis, interpretación y clasificación, estudio de los informes y datos con el fin de crear una enorme base de datos sobre las sociedades de todo el mundo y formulaciones predictivas de inestabilidad social.

Cuando en Chile se destapa el Proyecto Camelot, se carga la responsabilidad sobre Nutini para mantener intacta la estructura. Entonces Estados Unidos rediseña el proyecto y se lo entrega a una empresa privada, Rand, y a Darpa, el centro de investigación avanzado del Pentágono, un instituto de desarrollo de alta tecnología. Ambos siguen incorporando y subvencionando a numerosos académicos.

A Camelot le han calificado como el Proyecto Manhattan de las ciencias sociales. Fue un experimento social al aire libre envuelto en la espesa niebla del secreto militar. Luego ha habido otros, aún mayores y más vastos, pero la espesa niebla de la complicidad universitaria con los militares no se destapado aún del todo.

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