¡Camarero: una ración de ‘comillas’!

Nicolás Bianchi

Me pasa que a las rimbombantes palabras las tengo que entrecomillar y, a diferencia de quienes se llenan la boca con, por ejemplo, el concepto «democracia» sin que sufran empacho, a mí me dan arcadas. Si escribo «democracia» (en cursiva), la tengo que entrecomillar, vean: «democracia». Y ello, por supuesto, porque no creo que en el Reino de España exista una democracia (como Dios manda, iba a decir, lo que son, qué cosa, los reflejos condicionados de Pavlov) a no ser que seamos «nominalistas» y creamos en la magia de las palabras, en su poder taumatúrgico, es decir, que sólo con nombrarlas o enumerar una serie de libertades formales ya cobran vida propia y adquieren consistencia como el muñeco al ventrílocuo. Una suerte de «fiat lux» y la luz se hizo así nomás.

Decía el cronopio Julio Cortázar (como apellido vasco no le pondremos tilde en la primera «a», aunque el puto corrector ya la ha puesto por su cuenta) que las palabras pueden llegar a cansarse y a enfermarse, como los hombres y los caballos (y las revoluciones, como la cubana, según oí, creo, a uno de PODEMOS, y es que no somos nada así van cayendo las hojas del calendario, oye). Hay palabras que, a fuer de ser repetidas y mal empleadas, terminan por fatigarse. Y agotarse. Palabras-cumbre como libertad, dignidad, derechos humanos, pueblo, justicia o democracia se ven atacadas por este virus que a mí me obliga, según quién las pronuncie, a entrecomillarlas para protegerlas. Digo libertad, digo democracia, y súbito, presto, si no les pongo comillas, casi como quien pone los cuernos, siento que las pronuncio maquinalmente y, lo que es peor, quienes me leen, de haber alguno, corren el riesgo involuntario de asimilarlas como un estereotipo, como un cliché vacío de contenido. No es ya que padezcan desgaste o erosión, sino que, en efecto, los cuatreros de plusvalía y sus lacayos nos hurtan hasta las nobles palabras y su significado. Y ello con avaricia. Con glotonería. Ni las ningunean ni son anoréxicos, al revés: las expectoran a cada rato así nomás les pidas la hora. Al monopolio de la violencia (del Estado), que decía Max Weber, le agregan el monopolio del verbo y hasta del Logos, que es lo mismo, pero suena más bíblico (del apocalíptico evangelista San Juan, supongo que fumao).

Mostraré ahora otra impostura. Me valdré de Antonio García-Trevijano, republicano unionista, quien sostiene que la deslealtad ha sido el motor de la llamada Transición española. Empezando por el Rey (Juan Carlos, no el de ahora, que no ha tenido que jurar nada), que fue desleal primero a su padre y luego a los Principios del Movimiento Nacional, que se decía, y juró. Lo fue el recién extinto Adolfo Suárez a la Falange. Fraga a su credo franquista. Felipe González a sus postulados socialistas (tiene el lector mi venia para descojonarse a modo). Y Carrillo al ideario comunista.

A los intelectuales y artistas no los toquemos, que están inspirándose. Como puede verse, todo un rosario de traiciones a cambio del medro y la posición, por descontado. Como decían los milicos argentinos, con cruel ironía, nosotros somos «derechos» y «humanos».

Quienes todavía se mantienen en pie y no de rodillas son los proscritos que aún creen en las grandes y hermosas palabras y les restituyen su auténtico significado. Algo más que un metarrelato. Palabras y conceptos que hacen detener el viento.

comentario

  1. ¡Joder con las comillas, chico! Yo también me tengo servido del conocimiento de esta realidad, pero el genio lo reconozco en ti. No dejes de deleitarnos a quienes tengamos el gusto de seguirte. Nuevamente gracias

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