No se puede resolver en los juzgados lo que no se ha resuelto en las calles

Juan Manuel Olarieta
Por primera vez en la historia, una jueza de Bergara, en Gipuzkoa, abrió una causa para investigar los crímenes cometidos por los franquistas tras la guerra. Ahora ha llegado otro juez y le ha dado el carpetazo, sin más ni más, no vaya a ser que nos enteremos de algo que no debamos saber. Hay crímenes que tienen que quedar impunes porque los comete el propio Estado que los debe juzgar.

No es la primera vez, ni será la última, que alguien pretende resolver en los juzgados lo que no ha resuelto en las calles. Le ocurrió a la hija de Julián Grimau, dirigente del PCE asesinado en 1963 tras un consejo de guerra nulo porque infringía las propias normas franquistas.

Es necesario recordar que no hicieron una parodia de juicio contra Grimau por ser un dirigente del PCE en la posguerra sino por su papel durante la guerra civil; como a tantos otros. A diferencia de sus enemigos, los franquistas sí tienen memoria histórica y juzgan a los demás por dos motivos: el primero es que ganaron la guerra y el segundo es que la siguen ganando, es decir, porque no ha existido ninguna clase de transición sino la continuidad del mismo régimen impuesto por la fuerza de las armas en 1939.

Por lo tanto, es mentira que en la transición acabara algo y que la lucha contra el fascismo perdiera su significado histórico. Si así fuera, hubiera habido un cambio, una amnistía, una rehabilitación de los antifascistas y una condena -siquiera simbólica- de los criminales que desataron una guerra civil y siguieron matando aún más después de ella.

La guerra civil sigue y seguirá martirizando la conciencia de todos y cada uno de los que tienen un mínimo de ella porque ni se ha resuelto ni se va a resolver jamás por las vías que algunos pretenden: sacando los cadáveres de las cunetas y dándoles una “cristiana sepultura” en otro lugar.

Tampoco se va a resolver en ningún juzgado porque para eso habría que cambiar los juzgados, cambiar los jueces, cambiar los fiscales, cambiar las leyes, cambiar la constitución y cambiar la jurisprudencia o, en otras palabras: derrotar al fascismo, hacer una revolución.

Es la podredumbre de la conciencia actual -de quienes aún tienen algo de eso- lo que hace que aquí impere un estilo tabernario de hablar con grandes palabras de las que muy pocos se esfuerzan por saber el significado, de manera que a cualquier género podrido le llaman amnistía, o genocidio, o independencia judicial, o constitución, o democracia, o libertad, o separación de poderes.

No nos esforcemos en exigir a este Estado que investigue nada porque al final de esa investigación lo primero que va a aparecer ya lo sabemos: el delincuente es el propio Estado, y nadie se pone al soga al cuello a sí mismo y menos todo un Estado fundado sobre el crimen, el saqueo, la represión y el silencio.

Lo segundo que va a aparecer es propio de los amantes de lo jurídico (“doctrina de la fruta del árbol envenenado” lo llaman en Estados Unidos) y también es harto sabido: todas las normas e instituciones derivadas de un acto nulo, como el del 18 de julio de 1936, son nulas, no tienen ningún valor. Ni antes ni ahora. Cabe añadir que por los actos nulos no transcurre el tiempo; no prescriben. Seguirán siendo nulos siempre.

Por eso los republicanos siempre hablaron del franquismo como un régimen “de facto”. También en esto tenían razón.

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