Desde luego que esto ya es un pequeño avance porque hasta hace muy poco tiempo nadie ponía en duda que España era un país democrático sin reservas, «con todas las de la ley». Por fin, algunos le empiezan a ver las orejas al lobo.
No obstante, ese avance les permite a los revisionistas seguir emboscados sin dar la cara. La teoría de los residuos parece que lo dice todo pero no dice nada o, mejor dicho, le sigue lavando la cara al fascismo.
La teoría de los residuos no es una concepión nueva, que haya surgido ayer mismo sino la marca de agua de todos los revisionistas españoles desde siempre. Nace como consecuencia de la degeneración del revisionismo en España. A Carrilo y a la dirección del PCE siempre le sirvió para justificar la claudicación y subsiguiente colaboración con el régimen de Franco.
Dicho con otras palabras, para que no quepan dudas: al menos desde finales de los años sesenta, o sea, antes de la muerte del criminal Franco, los revisionistas ya decían que España no era exactamente un país fascista, sino un híbrido, una mezcla de fascismo y democracia, por lo que era posible (y aún necesario) negociar con los «democratas» para que evolucionaran hacia la democracia.
A medida que los revisionistas negociaban más, o sea, claudicaban más, la composición química entre el fascismo y la democracia cambiaba sus porcentajes de pureza: España era cada vez menos fascista y más democrática. Así es como hemos llegado hasta el día de hoy. Por lo tanto, esta tesis residual siempre ha servido para:
a) lavar la cara al fascismo, al que casi se le puede calificar de democrático
b) justificar al revisionismo en su política colaboracionista porque la participación forma parte de la democracia
Los revisionistas explicaron su teoría de varias maneras diferentes, que no cambiaban la esencia del asunto. Un buen ejemplo es el libro de Carrillo en forma de entrevista con Regis Debray, publicado en francés en 1974 y en castellano al aña siguiente que reúne los ingredientes básicos de la teoría revisionista del fascismo con unas ínfulas típicas de esos dos mediocres que eran Carrillo y Debray, que se creían el oráculo de Delfos.
El punto de partida de Carrillo es tópico: el Estado (todos los Estados) han cambiado mucho desde los tiempos de Lenin, dice en términos pedantes, sin aclarar nada. En lo que a la España respecta, aseguraba también que el «aparato del Estado» ya no era el «aparato fascista del pasado. Con retoques casi podría convertirse en un Estado democrático burgués». Como ejemplo Carrillo decía que las torturas «se hacen menos habituales»(1).
Además de un ejemplo de lavado de cara, la tesis revisionista conducía sin disimulo a conclusiones políticas evidentes: ya antes de la muerte de Franco España era un país tan democrático que no necesitaba grandes cambios, sino sólo retoques, cambios cosméticos, que fueron la esencia de la transición. No hacía falta más.
Desde luego que pocas semanas después los hechos iban en dirección opuesta a las teorías revisionistas. El verano sangriento de aquel mismo año 1975 y los fusilamientos del 27 de setiembre obligaron a otro cambio cosmético, añadiendo apresuradamente al libro un breve «Prefacio» a la edición en castellano que al cabo de los años da vergüenza recordar.
Justo antes de las masacres de aquel fatídico verano, el PCE celebró su II Conferencia, cuyos documentos se publicaron muy poco después. En uno de ellos se podían leer cosas como ésta: «La zona de libertad conquistada por el movimiento obrero y por las amplias masas trabajadoras confiere ya a éste [al fascismo] unas características muy diferentes de la imagen clásica de un país fascista»(2).
A muchos ese tipo de concepciones sobre la necesidad de conquistar «zonas de libertad» o «parcelas de contrapoder popular» dentro del «sistema» les sonarán como plenamente actuales y modernas, pero está en la boca de los reformistas desde hace mucho tiempo. No obstante, nunca ha habido nada de eso y si no lo ha habido antes es muy posible que no lo haya nunca.
Hacia 1975 ya había grupos que habían roto con el PCE, por lo que se puede (y se debe) analizar si esa ruptura era sólo organizativa o realmente habían roto con el revisionismo y sus concepciones liquidacionistas. Por ejemplo, a finales de los sesenta, como consecuencia de la Primavera de Praga, bajo la dirección de Enrique Líster, Eduado García y otros, un grupo de militantes del PCE se escindieron para crear otro partido. En 1971 empezaron a publicar una revista llamada «Nuestra Bandera» con los documentos preparatorios del VIII Congreso en los que el análisis del fascismo, además de marginal, es realmente penoso. Según «Nuestra Bandera» en 1971 España ya se había «desfalangistizado» paulatinamente (3). Es pues evidente que, a pesar de las apariencias, Líster, García y los demás no habían roto con el revisionismo. Eran una forma más de revisionismo que en muy poco se diferenciaba del de Carrillo.
Durante la transisión ese tipo de concepciones siempre estuvieron presentes en casi todas las organizaciones que criticaban al PCE para hacer exactamente los mismo que el PCE. Por ejemplo, Carlos Tuya, dirigente del Partido Comunista de los Trabajadores, exponía en aquellos momentos toda esa colección de tópicos en los que nadan los oportunistas: las dictaduras (en general) son regímenes excepcionales, lo normal es que burguesía sea democrática… El mejor ejemplo de ello era que la oligarquía española había logrado desatar lo que Franco había dejado atado, es decir, que nuestra oligarquía no formaba parte del franquismo sino que se oponía a él.
Pero había una contradicción flagrante entre las concepciones revisionistas y los hechos más evidentes. Casi en letra pequeña Tuya contabiliza 11 muertos en los cien primeros días de transición política (4), es decir, un asesinato cada diez días. Me parece que esa cifra más que de una excepción aparece una regla: que el asesinato político formó parte integrante de la transición. Nunca fue nada excepcional sino algo cotidiano y normal. Lo mismo que el fascismo.
Con la perspectva de los años releer toda aquella literatura seudomarxista de la transición deja en evidencia que el papel lo soporta todo o, dicho en otras palabras, entre los revisionistas no hay nunca más que palabrería. Antes igual que ahora. Aquel formidable dirigente comunista que fue entonces Carlos Tuya hoy es el afamado enólogo que escribe en periódicos como El País con el nombre de Carlos Delgado, el verdadero. Pero en sus artículos no aparece nada sobre plusvalía, imperialismo ni cosas parecidas, sino claretes, blancos y tintorros, espumosos o no. Tempus fugit.
(2) Manifiesto Programa del Partido Comunista de España, 1975, pg.48.
(3) Nuestra Bandera, núm.1, enero de 1971, pg.22.
(4) Carlos Tuya, Aspectos fundamentales de la revolución española, Partido Comunista de los Trabajadores, 1977, pgs.10, 12, 42 y 57.
Pésimo análisis de Olarieta donde lo reduce todo a un simplismo "fascismo/represión", idealizando a más no poder las formas democrático-burguesas de dominación y obviando cuál es la piedra angular que diferencia las formas democrático-burguesas de dominación con las formas fascistas.