El Tribunal Supremo como cómplice de la corrupción

Juan Manuel Olarieta

La corrupción no es una disfunción sino que ha formado parte integrante del capitalismo y el Estado burgués desde siempre. Nunca ha habido ningún problema de corrupción. La burguesía (sus monaguillos, sus diputados, sus funcionarios) no puede luchar contra la corrupción porque no puede luchar contra sí misma.

La indignación generalizada contra corrupción procede de dos errores. El primero es suponer que bajo el capitalismo lo público (Estado, políticos, jueces) es algo distinto de lo privado (lucro, empresa, acumulación) en lugar de constatar que lo público es un dispositivo al servicio de lo privado, de ganar más y de enriquecerse pronto.

El segundo error procede de imaginar que si bien hay algunos corruptos, también hay que tener en cuenta a los limpios, los buenos de la película, de tal manera que cuando un funcionario o cargo público se corrompe el limpio le vencerá: hará justicia y devolverá el dinero a las arcas de donde lo sacaron.

En este segundo aspecto de la película están involucrados los jueces y fiscales que, junto a la policía, juegan siempre el papel de limpios. Ellos son un mecanismo de seguridad al que recurrir cuando falla del primero, cuando se corrompe. Si un alcalde (el malo) mete mano a la caja del dinero, el asunto se soluciona poniendo los hechos en conocimiento del juez (denuncia), que le meterá en la cárcel, depuranado así el mecanismo de funcionamiento.

La historia de España no conoce ningún caso de ese tipo porque el remedio (jueces, fiscales) es peor que la enfermedad (corrupción). El juez no es nada distinto del alcalde sino más de lo mismo, empezando por el propio Tribiunal Supremo, cuyo papel histórico no sólo ha consistido en garantizar la impunidad sino en reafirmar una y otra vez que si algún juez se creía su papel de limpio y condenaba a un corrupto, debía echar abajo la condena en segunda instancia.

A mediados del siglo XIX la corrupción, es decir, el Estado caciquil fue una de las palancas más importantes de acumulación especulativa de capitales, de frenética corrupción de la oligarquía, que se estaba enriqueciendo répidamente con las emisiones de deuda pública o las concesiones de ferrocarriles, con el dinero público, en definitiva, hasta llegar a la Restauración (1874), caracterizada por Ortega y Gasset como «la corrupción organizada y el turno de los partidos, como manivela de ese sistema de corrupción». Según él, Cánovas fue «un gran corruptor; como diríamos ahora, un profesor de corrupción. Corrompió hasta lo incorruptible».

El Tribunal Supremo, un órgano judicial típicamente burgués, fue la clave de bóveda de aquella corrupción. Basta repasar las sentencias originales de la Sala Segunda, es decir, criminales, dictadas entre 1856, en que se conservan las primeras, y 1860: no aparece ningún proceso dirigido contra aforados, es decir, contra altos cargos. No había corrupción en España, por lo que todos esos historiadores que hablan de plagas tales como el caciquismo, están equivocados.

Sin embargo, en agosto de 1854 el gobierno tuvo que expulsar del país a María Cristina de Borbón (antigua Regente y madre de Isabel II) y Luis José Sartorius (antiguo Presidente del Gobierno) por el llamado caso de «las piedras», una compra fraudulenta de adoquines para unos caminos que jamás se construyeron. Muchísimo dinero que salió de las arcas públicas y fue a parar a los bolsillos (privados) de los Borbones y de un Presidente del Gobierno. En aquel caso destacan varios aspectos a tener en cuenta:

a) fue el gobierno, no los tribunales, quien tomó la medida de expulsarles de España
b) no lo hizo para castigar a los culpables sino para evitar males mayores a los Borbones y a Sartorius y calmar a los indignados de entonces
c) no se hizo gracias a la legalidad sino en contra de ella, es decir, gracias a un previo golpe de Estado que acabó con el gobierno

No obstante, en 1854 algunos diputados de la Asamblea constituyente demostraron su interés por exigir responsabilidades a María Cristina de Borbón, a la que culpaban, junto a los jefes del partido moderado, de muy graves delitos. Solicitaron también la redacción de una nueva ley de responsabilidades, pero sin mayor trascendencia. La Comisión encargada de depurar responsabilidades, de la que formaba parte Alonso Martínez, encontró que las acusaciones eran «habladurías populares», excesivamente genéricas, no demostradas, por lo que había que crear una de esas comisiones parlamentarias «de investigación» que no investiga nada, deja pasar el tiempo hasta que los indignados se calman… o hasta que organizan otro golpe de Estado que devueva las cosas a su sitio.

Por el contrario, en los diez años comprendidos entre 1860 y 1869 hay once casos resueltos por el Tribunal Supremo contra aforados. De ellos siete son en primera instancia, tres son apelaciones y una súplica, interpuesta contra una de las sentencias dictadas en primera instancia por la Sala Segunda y que resolvió el pleno del Tribunal. Son, por tanto, diez asuntos distintos, uno por año, una cifra insignificante para el saqueo de los fondos públicos que estaba llevando a cabo la oligarquía.

Aunque son muy pocos, en todos esos casos hay aspectos muy destacables. El primero es que los cargos públicos nunca violan ni matan. Los delitos que les imputan tienen que ver, o con el dinero o con seguir manteniéndose en el poder, es decir, con pucherazos electorales, que son una consecuencia de los anteriores, o sea, del dinero. Mantener el cargo es una manera de mantener el negocio, y una manera de hacer negocio consiste en detener a las personas o amenazarlas con enviarle a la guardia civil a su casa.

El segundo es que la mayor parte de ellos van dirigidos contra funcionarios judiciales: en seis supuestos se dirige la acción contra jueces, magistrados y fiscales, en tanto tres son contra gobernadores civiles y uno contra un delegado de hacienda. Parece, pues, obvio que los jueces no son nada distinto de la corrupción sino una parte muy importante de ella, o dicho de otra manera, que es el zorro quien cuida de las gallinas.

Otro dato importante es que en cuatro supuestos el procedimiento tiene su origen en las colonias, y más exactamente, todas las apelaciones se dirigen contra sentencias dictadas por las Audiencias de Manila (dos) y La Habana (una), a las que hay que añadir una causa seguida en primera instancia ante el Tribunal Supremo, dirigida contra el presidente de la Audiencia de Puerto Rico. Como se pudiera pensar, no se trata de que en las colonias hubiera más corrupción, sino que había un mayor control sobre la misma, por la propia naturaleza colonial del lugar, que se encontraba militarizado.

Los asuntos sometidos al Tribunal Supremo eran intrascendentes, centrados en el sector más débil del Estado, los funcionarios judiciales, y relativos a asuntos muy alejados del centro neurálgico peninsular donde estaba el poder. En dos de los litigios, además, los acusados estaban ya jubilados, por lo que los hechos no tenían relación con el ejercicio de sus antiguos cargos, pese a lo cual mantenían el aforamiento. Los jubilados no eran tales: seguían controlando los resortes típicos del laberinto burocrático: amiguismo, enchufes, recomendaciones y prebendas.

Los delitos no fueron perseguidos por la fiscalía, que en asuntos de corrupción siempre se lavó las manos como Pilatos porque era una parte de la corrupción. Quienes acusaron fueron personas particulares que sostuvieron la acusación por dos motivos:

a) porque habían sido perjudicados por el saqueo
b) porque también ellos tenían una parte del poder, es decir, influencia, enchufes y recursos para contraatacar judicialmente

Por ejemplo, sólo una de las acusaciones alude a coacciones electorales, y es debido a que se pretendió derribar el molino de un particular, quien denunció los hechos, amén de que en otro caso aparecía el típico  pucherazo de la época: se destituyó a un ayuntamiento en pleno para colocar otro en su lugar de tal manera que se enriquecieran todos un poco.

¿Cuál fue el papel del Tribunal Supremo ante esta situación? Reafirmar la impunidad y proteger a los corruptos:

a) en las causas resueltas en primera instancia contra aforados, todos los fallos, excepto uno, con condena de veinte duros, determinan la libre absolución del acusado.

b) en las apelaciones (segunda instancia), la sentencia revoca siempre la resolución condenatoria dictada en primera instancia y absuelve libremente, excepto un caso en que rebaja las condenas sensiblemente.

La única condena impuesta por el Tribunal Supremo en primera instancia, lo fue en un delito de detención ilegal imputado a un gobernador civil. Pero en un delito tan grave el Tribunal Supremo aprecia dos atenuantes, una, la de obrar «en interés del orden público», y la otra, la de concurrir algo imposible para alguien con los más elementales nociones jurídicas: se trataba de un delito culposo y no doloso. La pena resultó irrisoria, por tratarse de una multa contra un título nobiliario, el Vizconde del Cerro, que disponía de una cuantiosa fortuna.

En segunda instancia, el Tribunal Supremo anule sistemáticamente las sentencias condenatorias de las Audiencias. La única excepción en que mantiene la condena, aún rebajándola sustancialmente, merece también ser destacada ya que es quizá el único delito de cierta relevancia. Tuvo se origen en Colón, en la isla de Cuba, y estuvieron implicados numerosas e importantes autoridades (párroco, teniente de la Guardia Civil, alcaldes, secretarios del gobierno civil y de los ayuntamientos, etc.) encabezados por el teniente gobernador de la provincia, José Agustín Argüelles.

La sentencia tiene el número 81 y fue dictada el 27 de octure de 1866. Se imputaba a los acusados haberse quedado en su propio beneficio con los esclavos procedentes de un alijo introducido en contrabando en la isla, así como de varias falsificaciones de documentos. La condena de la Audiencia de La Habana contra Argüelles fue de 19 años de cárcel, inhabilitación perpetua para todo tipo de cargos públicos y multa de 50.000 pesetas, entre otros conceptos.

Pero el Tribunal Supremo encuentra también esta vez un atenuante, el de obrar parcialmente con autorización del Capitán General de la isla, cuando lo cierto es precisamente todo lo contrario, según se desprende de los propios resultados de la sentencia. Así, deja la condena en 10 años, suspensión sólo por el tiempo de la condena más 700 duros de multa. La condena del párroco fue rebajada de ocho años más la inhabilitación perpetua para cargos parroquiales, a siete años con suspensión para el ejercicio de cargos públicos por el tiempo de la condena. Otras seis condenas privativas de libertad se reducen a multas, al precisar el Tribunal Supremo que la participación de los inculpados lo fue en grado de complicidad o encubrimiento, y no de autoría.

Lo más significativo en la reducción de las condenas son las inhabilitaciones, que pasan de ser perpetuas a limitarse al periodo de la condena, y además, la inhabilitación específica del párroco para el desempeño de sus funciones, se transforma en una suspensión para cargos públicos. Tampoco podemos dejar de reseñar que ello está en relación con un párrafo del fallo que no podemos dejar de transcribir: «Diríjase exposición al Gobierno Provisional -dice la sentencia- manifestando que el Tribunal entiende que la pena de prisión impuesta a los procesados es notablemente excesiva, atendido el grado de malicia y el daño causado por el delito, y que el Gobierno, haciendo uso de su prerrogativa, puede conmutarla en la de cumplimiento».

Los que tienen recursos son los que pueden recurrir. Cuando no es al Tribunal Supremo es al gobierno de turno.

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