Ese toro enamorado de la Luna

 Nicolás Bianchi
El Parlament catalán (como el canario) prohibió en su día la celebración de corridas de toros a partir de 2012, o sea, ya no se celebran. La Iniciativa Legislativa Popular consiguió declarar Catalunya territorio libre del maltrato al toro de lidia y de la llamada «fiesta nacional». Digo «maltrato» y no «tortura» pues que este último término sólo cabe aplicarse, penalmente, a los humanos -en concreto a los funcionarios públicos- y no a los animales.

Quien esto firma ya avisa de antemano que no tiene ni puta idea de toros y menos de la hermética jerga esotérica que usan los críticos taurinos, esa sí que es «casta», que parecen dirigirse a una élite ducha en el supuesto «arte», otrosí «cultura», que es la lidia. No, sin embargo, por confesar no entenderlo abomino de Cúchares, Frascuelo, el conferenciante Domingo Ortega o el erudito Luis Francisco Esplá, ¿o debería hacerlo?

Y no por ver sufrir a un animal -el toreo, en sus orígenes, era a caballo que sólo tenían -caballos- los nobles militares que alanceaban al toro; ya con Felipe II, lo rejoneaban; el toreo a pie es del siglo XIX, con caballos sin peto ni gualdrapa y despanzurrados y desventrados pero, eso sí, «democratizado» y profesionalizado, sino por lo que es la esencia de las corridas: la emoción del peligro.

En el siglo XVI el público era torista y no torerista. No se entendía una corrida de toros sin que éstos no causaran estragos, era lo normal, igual que en el circo romano de donde, según parece con visos verosímiles, vienen estas «tradiciones» (y no de los godos o árabes). Ya entonces, los frailes hablaban -por razones humanitarias- de «afeitar» las astas del morlaco, improvisar enfermerías y habilitar burladeros, o sea, todo inventado, como quien dice. Menos los varilargueros y los picadores que son del XIX para facilitar la labor a los diestros de a pie menoscabando fiereza y trapío al bicho.

Quien tuviera la suerte, como este menda, de oír a don José Bergamín, poeta eximio entre otras labores, enterrado en Hondarribia (Fuenterrabía) el verano de 1983, con flores del torero gitano Rafael de Paula, gaditano él, hablando y escribiendo no mal sino muy bien de la tauromaquia, no puede por menos de trastabillar en sus pasos. Bergamín, polígrafo, publicista, veía con otros ojos, con mirada otra. Los escritores del 98 (lo de «generación» es un invento de Azorín del que ninguno se daba por aludido, sobre todo Pío Baroja) eran taurófobos (pasaban del festejo taurino). Los del 27 -como Bergamín-, más gongorinos y deslumbrados por el enfrentamiento hombre-animal (bien que en condiciones desventajosas para el animal, ¿no es cierto?), transverberados, taurófilos (amantes de la «fiesta»). José Cadalso, otro gaditano, militar ilustrado (no hay oxímoron, era otra época) del siglo XVIII, pasaba vergüenza (no torera, precisamente) ante lo que hoy pasa por ser antonomasia española.

Decía más arriba que al toro no se le tortura sino que se le maltrata. Y ello delante de un público que paga por ver, vale decir, un espectáculo. Esta es, a mi juicio, la clave. Se paga por contemplar una diversión (?) donde el toro muere -o el torero: la emoción del peligro que decíamos- después de ser, se vea como se vea, lacerado de malas maneras. Si muere el artista, elegía (a Sánchez Mejías). Si muere , como es su pathos fatídico, el minotauro no hay sino fathum y/o indulto del respetable por su bravura (como el pulgar del césar apuntando hacia arriba).

Un toro cartesiano que pensaba el gran Descartes que el animal era una máquina sin nervios y, por lo tanto, no sufre, compuesto de cables y no cartílagos. Otro día hablaremos de box. Tengan un buen día.

comentario

  1. Joder, Bianchi, militar ilustrado dicho sin oxímoron, me han empapado tus lloros (ji).

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