La Santísima Trinidad: partidos, elecciones y Estado

Hace tiempo que los cronistas de la burguesía aseguran que el comunismo está anticuado, que es una ideología del siglo XIX o que no responde a los desafíos de los nuevos tiempos.

No obstante, leyendo sus exposiciones, por ejemplo sobre el tema de moda, “la ultraderecha”, es más que obvio que son ellos quienes tienen una concepción anticuada de lo que es un Estado o un partido político y, por lo tanto, una concepción anticuada de la manera en que ella misma se organiza como clase para dominar políticamente.

Esa concepción sobre la naturaleza del poder político está muy arraigada. El partido político que gana unas elecciones (y cualquiera puede hacerlo) es como quien se pone al volante del Estado, lo pilota y lo dirige hacia un lado u otro. Desde el gobierno, el partido victorioso cambia el rumbo, modifica leyes, puede decidir una cosa o la contraria…

Es un pensamiento propio de todos esos que creen que “las cosas se cambian desde dentro”, pero es porque nunca han intentado cambiar nada, ni desde dentro ni desde fuera. Si lo hubieran hecho, no dirían tales cosas.

La experiencia directa que todos tenemos es otra diferente. No solamente dentro del Estado sino en algo mucho más pequeño, como un ayuntamiento, cuando un neófito llega a concejal con la ingenua pretensión de cambiar algo, quien cambia es él (y si no cambia dimite), cambia su partido o cambia su programa.

Son los Estados, las instituciones públicas, las que cambian a los partidos, y no al revés. Cuando alguien ocupa por primera vez el cargo de concejal y no sabe siquiera dónde está su despacho, el ayuntamiento lleva ya décadas funcionando de manera más o menos parecida.

Hoy los Estados necesitan partidos políticos. Si no existen se los inventan y si están en crisis necesitan recambios para que todo siga como siempre.

El desgaste de una institución pública durante décadas acumula frustración, desengaño y malestar que las víctimas atribuyen a tal o cual dirigente que la encabeza; cambiando la cabeza esperamos que cambie toda la institución.

Cuando en el ayuntamiento hay un partido nuevo, como en Madrid, parece que todo reluce otra vez.

Los partidos políticos, sobre todo los nuevos, son capaces de vestir a una anciana con un traje de bodas para quitarle años de encima. No cambian la calle, pero la asfaltan de nuevo. Nadie va al cine a ver siempre la misma película. Necesitamos ilusiones y expectativas, que nos digan “hasta ahora todo iba mal, pero a partir de ahora”…

No hay que menospreciar las ilusiones de las personas porque viven de ellas, de renovarlas una y otra vez cada cuatro años. La burguesía hace todo lo posible para que la política y lo público aburra al más atento. Pero al mismo tiempo un exceso de aburrimiento es peligroso y entonces tienen que cambiar los partidos, los rostros, los programas electorales, las frases, las consignas…

Es como volver de fin de semana y encontrarte con que alguien ha pintado tu piso, ha cambiado las cortinas, la sobrecama y las alfombras. Parece como nuevo.

El problema es cuando ya no puedes vivir en ese piso y tu pareja insiste en volverlo a pintar por cuarta vez en un año: “cariño, no es que el piso no me guste, es que no podemos pagar lo que nos cuesta el alquiler todos los meses”. Además, caen goteras, no tiene agua caliente y se oye el ruido de la calle.

Ese es el problema del Estado monopolista moderno y no se arregla llevándolo al chapista.

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