El punto de vista del imperialismo hunde sus raíces en la experiencia propia de la Europa del siglo XVII, las llamadas guerras “de religión” y la paz de Westfalia que dieron identidad religiosa a los Estados absolutistas en base al principio “cuius regio eius religio”. La religión es parte de la dominación, la impone el Estado y es única; al que no le guste que se vaya. Como consecuencia de ello se dice sin sonrojo que Europa es cristiana, España es católica y barbaridades parecidas.
A ese punto de vista se le añade la soberbia derivada del Siglo de las Luces que impuso el relativismo en todos los terrenos ideológicos e incluso, entre las corrientes más progresistas, el laicismo, el agnosticismo y ciertas formas de ateísmo que miran por encima del hombro a los creyentes como personas atrasadas e incultas. Si además alguien es muy creyente, es porque es muy fanático, es decir, mucho más atrasado y, por lo tanto, mucho más despreciable aún.
La mayor parte de los ateos considera que todas las religiones son iguales, o sea, igualmente despreciables. En el caso de los revolucionarios, ese desprecio por la religión se fundamenta también sobre la base de la connivencia de las religiones dominantes con el Estado, con las clases dominantes que, en el caso de las potencias centrales, son cristianas. Cuando pensamos en la religión, en cualquiera de ellas, tenemos al cristianismo como prototipo, es decir, una religión asociada a una dominación económica y política.
Por ejemplo, el Imperio español no sólo impuso la uniformidad religiosa expulsando a los judíos y los musulmanes sino que su colonización latinoamericana estuvo acompañada de la imposición de la religión católica. La espada colgaba de la sotana. Es exactamente lo que el imperialismo pretende hacer hoy en Oriente Medio.
En Europa occidental medimos todos los fenómenos históricos siguiendo nuestra propia experiencia y todo lo juzgamos con ese criterio, que sólo concierne a esta parte del Viejo Continente y a los países herederos de su influencia. En la otra parte de Europa, la oriental, comprendido el Imperio otomano y el Imperio zarista, no existieron las guerras de religión, lo que ofrece una perspectiva diferente de las religiones.
Muchos de los judíos expulsados de España fueron acogidos bajo el Imperio otomano de manera que, en ciudades como Salónica, el castellano fue el idioma dominante hasta 1945. La Carta de Gülhan, aprobada por el sultán Abdul Medjid I en 1839, proclamó la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos del Imperio, sin distinción de religión.
Bajo el Imperio zarista tampoco había una uniformidad confesional, como en España. Sin embargo, a diferencia del Otomano, en el siglo XIX el Imperio ruso estaba en una fase de expansión colonial, que se llevó a cabo en nombre de la Iglesia ortodoxa y en detrimento de otras, como el islam o el budismo. Fue un intento de asimilación política, nacional, cultural, lingüística y religiosa. El Imperio ruso no conoció las guerras religión del oeste de Europa porque una prevaleció sobre las demás y las fue sometiendo implacablemente.
La evolución histórica del islam estuvo, pues, ligada primero al colonialismo y luego al imperialismo y Rusia siempre fue un ejemplo de ambas cosas. El islam era la religión de los colonizados, una condición ligada al atraso histórico, económico, social y cultural.
Ese atraso es relativo; hay que entenderlo en relación con el adelanto, de tal manera que tras la Revolución burguesa de Febrero de 1917 en Rusia las mujeres pudieron votar, algo que en España aún no se conocía.
Se pueden apuntar otros datos para ilustrar esa situación. Por ejemplo, el 1 de mayo de 1917 se celebró en Moscú el Primer Congreso Pan-ruso de musulmanes, en el que los delegados aprobaron la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, algo que en aquella época era poco común, tanto si eran musulmanes como no.
En 1917 en Rusia había unos 16 millones de musulmanes, un 10 por ciento de la población total que, en su mayor parte, habitaban en la periferia, constituyendo sociedades feudales que poco tenían que ver con los musulmanes que en Moscú aprobaban unas resoluciones impecables que eran otros tantos brindis al sol.
Tras la Revolución de Octubre, fueron los bolcheviques quienes se preocuparon de que aquellas resoluciones -que parecían un sueño lejano- se hicieran realidad de forma inmediata. Para ello introdujeron una discriminación positiva entre las religiones, separando a la Iglesia ortodoxa, que había estado vinculada al zarismo, de todas las demás: judíos, musulmanes, católicos, budistas, protestantes…
En Rusia la Iglesia ortodoxa no era sólo una religión sino un poder económico y político, uno de los mayores terratenientes. En octubre de 1917 se produjo una “revolución” en el sentido más literal de la palabra, es decir, se le dio la vuelta a una situación previa. Es justo lo contrario de la Constitución fascista de 1978, que discrimina las religiones para privilegiar a la dominante.
En la URSS, pues, no hubo una política religiosa sino dos políticas opuestas. No se toleró una lucha de religiones, otra más, como en el siglo XVII, ni tampoco una lucha contra las religiones, en general, sino una lucha victoriosa por quebrar el poder de un Estado, y en la medida en que la Iglesia ortodoxa formaba parte del mismo, fue pulverizada: perdió sus tierras y perdió sus privilegios.
Cien años después de la Revolución de Octubre, a eso la burguesía le sigue llamando represión, prohibición, persecución… La realidad fue bien diferente. Sobre todo para las minorías religiosas. A partir de 1917 en Rusia se acabaron los pogromos, es decir, las matanzas y linchamientos colectivos de las minorías, por poner un ejemplo, que bajo el zarismo eran habituales.
La Revolución de Octubre inauguró la época de mayor esplendor de la libertad que la humanidad ha conocido jamás y en el terreno religioso no fue una excepción. Si a fecha de hoy la burguesía sigue sin entenderlo es porque la historia le aleja inexorablemente de los principios que ella misma proclamó en 1800.