Negocio + Ideología = Hollywood

No abundan los estudios sobre el poder ideológico de Hollywood, sobre todo en las películas que tratan -más o menos explícitamente- de la política exterior de Estados Unidos. Por eso es conveniente publicitar el libro publicado en 2010 por el académico británico Matthew Alford sobre la relación entre la industria cinematográfica y la hegemonía estadounidense.

Alford revisa docenas de obras estrenadas desde principios de la década de 1990, desde éxitos de taquilla hasta películas independientes. Descubre la manera en que reflejan la acción estadounidense en todo el mundo y su influencia civil y militar. “La propaganda de Hollywood” analiza el funcionamiento interno de una industria politizada, muy sensible a las preocupaciones de Washington, el Pentágono y Wall Street.

Cada año en la ceremonia de los Óscar, Hollywood invita al mundo a compartir la ilusión de que la industria trabaja por el bien de la humanidad, ofreciendo un entretenimiento magnífico y conmovedor que lleva alegría, ternura, tristeza, películas ricas tanto en impresionantes escenas de acción como en promesas reconfortantes. Ante la autocelebración festiva, olvidamos que el mundo del cine es una industria con ánimo de lucro que, como todas las grandes industrias, está firmemente centralizada y mucho más preocupada por llenar el bolsillo que por crear un arte que alimente nuestros sueños.

Hollywood opera dentro de parámetros ideológicos bien definidos. La industria cinematográfica busca constantemente la gloria y el dinero pero, sin embargo, es una industria cultural. Las mercancías que comercializa se componen de personajes, imágenes, historias, experiencias y, a su manera, ideas, elementos que afectan directamente a la conciencia pública. Si el objetivo principal de los grandes estudios es obtener beneficios sustanciales, tienen otro, se asuma o no explícitamente: el control ideológico. Hollywood nunca se aventura más allá del marco del sistema de creencias dominante, que representa como si fuera una representación natural y auténtica de la vida. Por lo tanto, podría ser más apropiado describir a la industria cinematográfica no sólo como dedicada al control ideológico, sino también al autocontrol ideológico.

Los jefes de la industria argumentarían que nuestra sociedad es una democracia cultural cuyos productos finales no están determinados por la ideología, sino que son generados por muchas elecciones libres dentro de un mercado libre. A sus ojos, es la mano invisible de Adam Smith la que va desde el corazón de Hollywood hasta el centro de las ciudades. Para hacer dinero para sus accionistas, la industria debe llegar a los mercados más extensos posibles, es decir, debe dar a las personas lo que quieren.

Según los magnates de Hollywood, la cultura popular es producto de la demanda popular. Si el negocio del cine ofrece películas nulas, dicen, es porque eso es lo que el público aprecia; eso es lo que vende. Las personas prefieren que las entretengan y las distraigan en lugar de que las informen y las detengan.

Pero, como decía Marx, la producción engendra la demanda, y no al revés. Más que el gusto del público, lo que determina el tamaño de su audiencia es la fuerza de la publicidad y las distribuidoras de las películas. Millones de personas han visto las secuelas de “Rambo”, producciones extravagantes que glorifican los actos más militaristas y sangrientos. Cada uno de los episodios de “Rambo” se estrenó en más de 2.000 salas de cine en Estados Unidos tras campañas publicitarias multimillonarias.

En 2001, a pesar de unas críticas merecidas, Disney decidió extender la explotación de “Pearl Harbor” a siete meses en lugar de los usuales dos o cuatro, lo que significó que un éxito de taquilla para el verano se proyectó finalmente hasta diciembre. Con una distribución tan invasiva, era imposible que una película tan floja como “Pearl Harbor” no llegara a un gran número de personas.

Sólo unos pocos miles de personas han visto alguna vez “La sal de la tierra”, una película de bajo presupuesto de 1954 sobre las luchas de los obreros mexicanos en Estados Unidos. Esa vibrante y llamativa película, conservada décadas más tarde por la Biblioteca del Congreso y el Museo de Arte Moderno de Nueva York, estuvo sometida a todo tipo de restricciones durante su producción y distribución, y tuvo que contentarse con una corta vida en la pantalla, con sólo once pequeños exhibidores.

Si las películas disidentes como “La sal de la tierra” no llegan a un público amplio, ¿no será porque se las mantiene alejadas debido a la distribución mínima y la publicidad limitada que reciben? Sin fondos suficientes, deben confiar en el boca a boca y en las críticas que, a menudo, son políticamente hostiles. Eso contrasta con las campañas publicitarias multimillonarias que promueven la creación de mercados masivos para películas supuestamente más famosas. Si “Rambo” o una película como “Pearl Harbor” tienen una audiencia de millones de espectadores, entonces ¿por qué es necesario gastar una fortuna en publicidad con el único objetivo de construir una audiencia masiva?

La demanda no crea, pues, la oferta. La primera condición necesaria para cualquier consumo es la disponibilidad del producto. Ya se trate de películas, programas de televisión o refrescos, el consumo dependerá en gran medida de la distribución y la visibilidad del producto. Una película que se estrena en todos los multicines de Estados Unidos llega a un público amplio no porque haya una ola espontánea de demanda desde abajo, sino porque se está comercializando con una explosión desde arriba.

Con el tiempo, al público se le condiciona a aceptar películas fáciles, superficiales, mediocres y políticamente sesgadas. Con un embalaje suficiente, los consumidores ven incluso lo que no les entusiasma. Rara vez expuestos a otra cosa, están más inclinados a buscar distracción en lo que se les ofrece.

Pero este argumento no debe ser exagerado. El público no es maleable a voluntad. La oferta no siempre crea demanda. Algunas ofertas de Hollywood son un fracaso abyecto, a pesar de la abundante publicidad y de una distribución agresiva. A pesar de sus declaraciones sobre la importancia de dar a la audiencia lo que quieren, los directores de los estudios a menudo se equivocan. Las preferencias del público pueden ser difíciles de predecir, especialmente cuando la percepción que uno tiene de ellas está influenciada por sus propias inclinaciones ideológicas.

Durante más de dos décadas, incluyendo todos los años setenta y ochenta, expertos de los principales medios de comunicación repitieron que el público norteamericano se ganaba con un estado de ánimo reaccionario. Los jefes de las estaciones de televisión y de los principales estudios se unieron rápidamente al coro, en lo que finalmente se convirtió en uno de los intentos más largos de profecía autocumplida de la historia. Como habían decidido que la nación se dejaba abrumar por un estado de ánimo reaccionario, se lanzaron a promover ese estado de ánimo. Las emisoras de televisión produjeron series como Walking Tall, Strike Force y Today’s FBI (1981-1982) que tuvieron audiencias lamentables y se interrumpieron rápidamente. Volvió a ocurrir en la década de 2000 con series como Agence Matrix (2003-2004), Las chicas espías (2002-2004) y Espías de Estado (2001-2003), esta última apoyada por la CIA.

Lo mismo ocurrió con la industria cinematográfica. “Elegidos para la gloria” (The Right Stuff, 1983), una película sobre las aventuras espaciales estadounidenses, fracasó en la taquilla. Películas de acción como Cobra (1986), Rambo III (1988) y “The Dead Pool” (La lista negra, 1988), la quinta y última película de la saga “Harry El Sucio”, también fracasaron. Gracias a campañas publicitarias multimillonarias, tuvieron un buen comienzo en su primer fin de semana, pero luego colapsaron rápidamente.

Inchon (1982), otra película bélica reaccionaria, con un presupuesto de 48 millones de dólares y entre 10 y 20 millones de dólares en publicidad, tenía todo lo que se supone que el público quiere: un reparto prestigioso, una producción espectacular, una historia de amor, escenas sangrientas de batallas, un patrioterismo exacerbado, una reescritura simplista de la historia política y una trama alucinante sobre agresores comunistas listos para matar que están siendo liberados por un héroe de guerra reaccionario… Sin embargo, fue otro desastre en la taquilla. Incluso los espectadores más condicionados se cansan a veces de consumir la misma tontería una y otra vez.

Decir que la industria cinematográfica ofrece a la gente lo que la gente quiere es una explicación demasiado simple. Los grandes estudios nos imponen lo que creen que queremos, y a menudo promocionan películas que nunca hemos pedido y que no nos gustan especialmente. Pero con suficiente publicidad y distribución, incluso estas películas están destinadas a llegar a mucha más gente que las películas disidentes con financiación escasa, a las que no se les da una distribución adecuada o publicidad masiva.

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