Tras la Segunda Guerra Mundial, el caucho era una materia prima estratégica, una de las más codiciadas por las potencias imperialistas. Francia la obtenía en colonias africanas como el Congo belga, el África ecuatorial francesa, Camerún o Guinea.
No obstante, había una escasez de fuerza de trabajo local. Las condiciones de explotación de los bosques diezmaban a los africanos obligados a trabajar en las más duras condiciones imaginables. Eran víctimas de la tripanosomiasis, también conocida como la enfermedad del sueño que transmitía la mosca tsetsé.
El colonialismo llamó en su auxilio a la medicina y en 1948 se celebró en Brazzaville una conferencia africana sobre la referida enfermedad, a la que se calificó como “endémica”. Acudieron médicos británicos, franceses, belgas, sudafricanos y portugueses, que acordaron vacunar masivamente a los trabajadores africanos con la nueva sustancia química.
Fue el primer programa internacional de aplicación masiva de la medicina en África y tuvo el consiguiente coro de entusiasmo por los grandes avances de la ciencia y el progreso de la humanidad en la erradicación de las enfermedades. Salieron a la palestra los grandes santones de la “ciencia”, a los que ahora nadie recuerda, pero que entonces eran las estrellas más relucientes del firmamento: profesores universitarios, altos funcionarios de salud pública, eminentes doctores… La ciencia tenía en sus manos el medicamento que iba a salvar a África.
La campaña publicitaria no estuvo exenta del repugnante tufo colonialista, en el que las potencias imperialistas no pretendían extraer las mayores cantidades posibles de caucho sino liberar a los pobres africanos de una plaga. Todo era desinteresado, gratuito… y preventivo, es decir, no sólo se aplicaba a los enfermos sino también a los sanos.
A dichas notas características de la campaña de vacunación hay que añadir otra más que, naturalmente, es lógica teniendo en cuenta que no se trataba de un vínculo entre el médico y el paciente sino más bien entre el colonizador y el colonizado: la vacunación era obligatoria para los trabajadores africanos. Aunque ellos se empeñaran en enfermar, los colonialistas los querían sanos. De lo contrario, se quedaban sin caucho.
La primera alerta saltó en 1954, pero no tuvo el eco publicitario de la campaña previa de éxtasis: 28 africanos murieron como consecuencia de las vacunas de lomidina. En otros casos, las inyecciones no tenían los efectos milagrosos que habían anunciado los médicos. No sólo no era eficaz sino que, además, era peligrosa. Las inyecciones provocaban infecciones bacterianas que evolucionaban hacia la gangrena en las extremidades, que luego había que amputar.
Los africanos empezaron a resistirse a las vacunaciones forzosas y fueron acusados de ser unos ignorantes, unos supersticiosos y de estar influenciados por los hechiceros. Uno de los objetivos de la colonización era el de esforzarse por sacarles del atraso, llevarles la civilización y la modernidad. Pero los africanos nunca lo vieron de la misma manera. Por eso cuando en los años sesenta África fue liberándose del colonialismo, se liberó también de aquellos médicos, de sus recetas y de sus crímenes.
En un reciente libro el investigador francés Guillaume Lachenal (1) ha relatado aquella historia que, hasta la actualidad, ha quedado en el silencio, como tantos otros crímenes del colonialismo. Aquellos fatuos catedráticos de la universidad de mediados del siglo pasado esconden cadáveres bajo relucientes batas blancas. De la euforia inicial pasaron al olvido y al recordarlos ahora la ciencia muestra uno de sus muchos ridículos.
La lectura de la obra demuestra que -entonces y hoy- la medicina es un instrumento de dominación imperialista. En Francia ha causado un importante revuelo. La periodista Catherine Simon ha reseñado el libro para el diario Le Monde (2). En castellano apenas Clarín en Argentina se ha hecho eco de la publicación (3). Seguimos padeciendo la enfermedad del sueño. Es mejor no espabilar.
(2) Catherine Simon, Le virus de la bêtisse coloniale, Le Monde, 24 de octubre de 2014
(3) Como conejillos de la farmacopea occidental, http://www.revistaenie.clarin.com/ideas/conejillos-farmacopea-occidental_0_1240675936.html
La medicina institucionalizada siempre ha sido ( y sigue siendo) un arma de control de la masa.
Mucha gente que no tiene más remedio que aceptar que todo esto ha pasado, aunque son capaces de disculparlo y niegan que no fuera más que "por su bien" o "lo mejor que se podía hacer en ese momento" nunca aceptarán que todo esto y cosas mucho peores continúan sucediendo.
Nadie niega que en la historia de la medicina han habido muchas equivocaciones y con mentalidad colonialista más. Asimismo, no defiendo las barbaries que durante el colonialismo en África se practicaron
Así como se reconocen los errores, también los logros. Es ciencia captar los fallos para corregirlos, así como no hay verdades absolutas y a medida que se van refutando las afirmaciones, se progresa.
Por otro lado, no creo que sea casualidad una publicación de esta temática (que me parece bien que se hable de episodios de la historia de la medicina) cuando en el blog hay un artículo que niega la existencia del SIDA y otro que promueve la no vacunación.
Muchos están a favor de la evolución, de la mejora y de la autocrítica pero luego no se predica con el ejemplo, y todo se basa en recopilar episodios deplorables de la medicina para intentar echar pestes sobre ésta y la industria farmacéutica-que como su nombre indica, es una industria, y no por ello el demonio-.
''La lectura de la obra demuestra que -entonces y hoy- la medicina es un instrumento de dominación imperialista.'' ¿En Cuba también lo es? Recuerdo que lo que funciona basado en la evidencia, lo hace aquí y en Nueva York. Ahora compararás los hechos de los que tratas en el artículo con la vacunación actual en dicho continente.