La única historia de las conspiraciones y las teorías de la conspiración empieza con la CIA

Sobre la expresión “teoría de la conspiración” conviene saber tres cosas. La primera es que surgió en Estados Unidos; la segunda es que surgió en 1964; la tercera es que la propagó la CIA.

Cuando en 1964 la Comisión Warren dio la versión oficial de que el asesinato de Kennedy había sido obra de un asesino actuando en solitario, el mundo estuvo al borde de extinguirse de un ataque multitudinario risa. Pero en la Casa Blanca las carcajadas de los demás siempre han importado muy poco.

Tras publicarse el informe, el New York Times aludió a cinco teorías sobre el magnicidio, conspiranoicas todas ellas, pero mucho más verosímiles de que las de la Comisión Warren. A partir de entonces la plaga se fue extendiendo.

En los años recientes, el término “teoría de la conspiración” aparece anualmente en 140 artículos del New York Times como promedio. En Amazon hay una categoría de libros dedicada a las “teorías de la conspiración” que incluye 1.300 obras. Una búsqueda en internet muestra millones de resultados para dicha expresión.

El profesor Lance de Haven-Smith, antiguo presidente de la Florida Political Science Association, publicó su libro “La teoría de la conspiración en Estados Unidos”, inaugurando el tratamiento académico del asunto (*).

Esta obra incorporó documentos confidenciales obtenidos gracias a la Ley de Libertad de Información que sugerían que fue la CIA quien generalizó el término “teoría de la conspiración”, al que le dio un sentido peyorativo como instrumento de manipulación de las opiniones políticas.

Cuando las implicaciones de las altas esferas de Washington, incluido el Presidente Lyndon B. Johnson, empezaban a salir a la luz como responsables del magnicidio, la CIA sacó su conejo de la chistera e inventó la “teoría de la conspiración” como algo peyorativo.

A partir de entonces la CIA demostró que es la mejor universidad del mundo. Sus doctrinas, sus palabras y sus informaciones sientan cátedra en todo el mundo, aprovechando el norme número de gregarios sumisos que proliferan por doquier.

En 1967 empezó a enviar directrices a sus sicarios en las redacciones y salas de prensa ridiculizando como “teorías de la conspiración” a todas aquellas hipótesis que contradecían la versión oficial del asesinato de Kennedy. Pero había que “matar al mensajero” y los autores de las mismas eran sujetos paranoicos, irracionales y padecían todo tipo de taras psiquiátricas.

Pero en su obra Lance de Haven-Smith va un poco más allá, asegurando que para que la campaña de la CIA triunfara, mucho antes se había preparado el terreno teórico que era necesario para ello. En la década de los cuarenta, dice, se dieron cambios importantes en la metodología política dominante en Estados Unidos que rebajaron la importancia de las explicaciones conspirativas en la historia.

Hasta entonces uno de los teóricos más influyentes en las teorías políticas de Estados Unidos era el historiador Charles Beard, que ponía el acento en el papel nefasto de las conspiraciones en el seno de la oligarquía dominante de Washington, favorables a un sector reducido aunque perjudiales para la gran mayoría.

En Estados Unidos las teorías políticas siempre han sido cutres y superficiales. No obstante, nunca pretendieron que todos los acontecimientos históricos tuvieran causas ocultas o secretas. No obstante, la existencia de tramas y conspiraciones siempre fue admitida por tratarse de una evidencia hisorica, de manera que investigarlas era unan de las tareas de los historiadores, absolutamente loable.

Pero Beard fue uno de los oponentes a la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial y al acabarse resultó marginado en el mundo académico, hasta que falleció en 1948. Lo mismo les ocurrió a otros historiadores que seguían las corrientes académicas tradicionales.

Dos intelectuales mediocres como Karl Popper y Leo Strauss se convirtieron en las nuevas estrellas de la bazofia política imperialista. Estados Unidos necesitaba un refuerzo ideológico y desde su nacimiento la CIA se encargó de ello, tanto en la biología, con la delirante campaña contra Lysenko, como en la sicología, la economía, la política o la historia.

Como buen lacayo ideológico de la burguesía monopolista, Popper negaba la existencia de conspiraciones en las altas esferas y criticaba a los historiadores que investigaban sobre ellas. Consideraba que la creencia en conspiraciones era una “enfermedad social” que había conducido al surgimiento del fascismo “y otras ideologías totalitarias”.

Leo Strauss es aún peor que Popper. No obstante, su crítica se basa en motivos totalmente opuestos. Las conspiraciones de las oligarquías son necesarias para mantenerlas alejada de la chusma y la gentuza ignorante que pretende influir sobre los asuntos políticos de un Estado.

Las conspiraciones les protegen de “la anarquía y el totalitarismo”, pero hay que tratar de que se mantengan secretas, alejadas de las miradas indiscretas de las masas. Según Strauss el problema de las conspiraciones no es que existan, ya que sí existen, sino que las masas las conozcan.

No hay nada mejor para el buen funcionamiento de la sociedad capitalista que mantener alejadas a las masas de los asuntos públicos mediante una buena y permanente conspiración, siempre que se mantenga en secreto. Incluso es conveniente para ello que el gobierno imponga una regulación estricta de los secretos oficiales. Eso es algo sobre lo que no se puede ni se debe investigar, de tal manera que si a algún curioso se le ocurre meter las narices en los secretos del Estado, hay que desacreditarlo como un loco, un bicho raro.

Hay cosas que los gobernantes no pueden decir y otras que siempre deben negar. “No hay pruebas ni las habrá”, dijo Felipe González en referencia a la conspiración del gobierno del PSOE y de los Estados español y francés en la creación y dirección de los GAL.

Ideológicamente Popper siempre fue un tendero cuya eficacia nunca dependió de la calidad de sus argumentos sino de que su insignificancia mide el tamaño intelectual de una clase social, la burguesía imperialista, y de sus académicos y universitarios, en la segunda mitad del siglo XX. Pero aunque las ideologías mediocres necesitan de autores igualmente mediocres, también necesitan influencias, enchufes y patrocinadores, que en el caso de Popper proceden de fuentes, como el magnate Soros.

La colusión de la insignificancia intelectual con las grandes fortunas causa los estragos a los que asistimos cada día, tanto en las universidades como en los medios.

En 1964 un inepto rematado como el profesor Richard Hofstadter criticaba lo que calificaba como un “estilo paranoico” muy asentado en el pensamiento político estadounidense propenso a creer en toda clase de conspiraciones. Eso era cierto y sigue siéndolo. No obstante, el propio Hofstadter tenía sus propias paranoias que, como es lógico, para él no eran tales. Creía que en México se escondían decenas de miles de tropas comunistas chinas preparadas para conquistar San Diego al asalto.

Les ocurre a todos los que despotrican contra los demás, acusándoles de conspiranoicos, empezando por el senador MacCarthy, que convirtió en política de Estado una pesadilla personal: el Comité de Actividades Antimericanas. Los comunistas se habían adueñado de las instituciones públicas y había que desalojarlos de ellas.

Todos esos charlatanes que en sus blogs despotrican contra las teorías de la conspiración están cortados por el mismo patrón impuesto por la CIA desde 1964. Quieren forjar intelectos a su imagen y semejanza: gregarios, dóciles, aborregados. A veces se atreven a llamarlo “comunidad científica”. El más minimo asomo de pensamiento crítico, diferente, debe desaparecer por completo.

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