Leí unas líneas de un viñetista que resumía cien conferencias y cuarenta discursos, y decía: «En España no se hace política sino simplemente se lucha por los sillones. La política ha dejado paso a una pelea de señores/as que luchan por tener un sillón donde ganar un buen sueldo y, si es posible, hacerse millonario, mientras el común de los mortales lucha por sobrevivir tras haber perdido totalmente la confianza en esos políticos». Cualquier campaña electoral previa a unas elecciones podría leerse como un «quítate tú para ponerme yo», o, dicho en argenta, «quítate, que ya has robado bastante, y ahora me toca a mí robar». Y para «compensar», se inventaron las «puertas giratorias», cosa que no había en el bipartidismo decimonónico. O igual sí. Como el bipartidismo actual que dio en llamarse «II Restauración» y al que recién se apuntaron otros partidos que ustedes saben para sacar tajada en el pastel institucional. Han conseguido desprestigiar la palabra «política» y, por consiguiente, a los «políticos», que se identifican con logreros, arribistas y oportunistas cuyo descontento es aprovechado siempre por demagogos fascistas y militares. Pero asistimos a una descomposición: el sistema capitalista, y una degeneración como correlato: la casta política. Molicie y parasitismo.
Gobernar es una ciencia. Al menos así se entendía en la Grecia Clásica. “Política” significó, en principio, todo lo que se refiere a la ciudad, las cosas de la ciudad. Se concibe la vida política como única vida humana posible. Podrían existir ciudades griegas sin acrópolis, pero no sin agora, la plaza pública. Atenas es la primera ciudad-estado en la que se funda una institución destinada al estudio científico de la política y de la educación del estadista: la Academia platónica. Desde el Renacimiento, la política como técnica, se ha configurado como un instrumento para la consecución del poder y para, una vez obtenido, conservar su detentación, es decir, como un medio; Machiavelo, fundador de la ciencia política como tal, podría ser considerado su máximo exponente, a pesar de la mala fama que arrastra su sustantivación: maquiavelismo. Mientras que en la Hélade (siglos IV y V antes de nuestra Era) fue un saber deseable por sí mismo, un fin.
El primer paso en dirección a la democracia lo dio Solón que, elegido arconte, se convirtió en el legislador de Atenas por excelencia, como Licurgo de Esparta (Ángela Sierra dixit). Dividió el censo de Atenas en cuatro clases según la cuantía de las rentas percibidas, no por razones de nacimiento. Era la fortuna y no la nobleza de sangre el criterio diferenciador. El arcontado estaba reservado a la clase económicamente más alta, no a la más noble. Pero el mayor paso fue la constitución de un
tribunal de apelación al que se proveía de jueces por sorteo, poderosa arma en manos del demos para contener el arbitrio de la aristocracia, algo que criticará Sócrates.
Mediante la política, entendida a la griega manera, le era posible al individuo cumplir su finalidad moral. La política, hay que subrayar esto, no tenía ni para Sócrates ni para Platón carácter autónomo respecto de la moral (algo hoy impensable donde lo que priva es la amoral precisamente). Los sofistas perseguían una eficacia al servicio del interés de la clase política ejerciente; Sócrates, y luego Platón, pretendían asegurar el interés general y el bien común. Es hora ya de decir, llegados a este punto, que una característica esencial de la democracia ateniense es que el ejercicio de los derechos políticos era muy restrictivo, estaban excluidos de su posesión las mujeres, los extranjeros y los esclavos (un esclavismo sin el cual, históricamente hablando, no se hubiera llegado al socialismo, al decir de Engels).
Ya en la época de Sócrates resultaba ilusorio un conocimiento técnico universal. De ahí que reclamara un conocimiento especializado. Se quejaba de que para el gobierno de la ciudad todo el mundo se consideraba apto (como todo quisque tiene su equipo ideal de fútbol, dijéramos). Cuando Sócrates criticaba el proceso de selección de la clase política (por sorteo, por ejemplo), lo hacía desde el punto de vista moral y de la formación técnica. Objetaba que era irracional dejar al voto o al azar la elección de quien debía de tener responsabilidades de gobierno. El sistema existente consagraba que fuese la casualidad y no, por el contrario, la competencia probada (no exactamente igual, pero algún parecido hay con el sistema de listas cerradas hoy vigente).
Oponía Sócrates el conocimiento del ser (episteme) y el mundo de la opinión (doxa), la contraposición que había hecho Parménides mucho antes que él, entre alethia (verdad) y doxa. En la oposición de episteme y doxa se contraponen la concepción de una ciencia verdadera de lo real -que es la episteme- a la doxa, siendo concebida esta última como representación fundada en la apariencia de las cosas, susceptible, por tanto, de incurrir en engaño sobre lo real. Para Platón, que distinguirá entre la opinión general o común y la personal e individual, la inteligibilidad de las cosas que se deriva de una y otra no son ni siquiera relacionables porque no están situadas en un mismo plano. Una en el plano de la razón, otra en el de los sentidos. Una pertenece a la esfera de lo cognoscible y otra a la esfera de lo opinable (piénsese en la «opinión pública» como instrumento justificativo de «políticas» concretas y acaso discutibles). Platón habla de la opinión como un dominio intermedio situado entre el conocimiento y la ignorancia. Y lo que Sócrates demanda es un saber que no precise, para provocar el convencimiento, contar con el apoyo de las emociones de los individuos (justo lo contrario de lo que hoy se hace mediante chantajes emocionales lo mismo, vale decir, instando a vacunarse contra el coronavirus que amenazando indirectamente con insertarte en una especie de «pasaporte sanitario», o lista negra, si no lo haces, esto es, discriminarte).
En fin, para un ateniense el ejercicio de los derechos de ciudadanía era un deber, pero era también un orgullo del cual se vanagloriaba. La dedicación exclusiva, por ejemplo, a los negocios privados era considerada como una conducta antisocial. De ahí la «filantropía» de magnates y ricachones donando bienes -o equipos quirúrgicos, como Amancio Ortega- a la sociedad, como hacían los Carnegie, Rockefeller, Morgan, Rothschild o los mecenas renacentistas. O los Césares romanos con su evergetismo.
Lástima que no entre en las causa ni las consecuencias de la realidad que apunta en el primer párrafo … Y, además, pase a la teoría … y, encima, se quede en la antigüedad. Interesante, sí, pero … ¿lejana? No refiere ni siquiera a Hobbes, qué decir de los posteriores … y de los dictadores… Conjugaríamos mejor, más acertadamente, la política con la ética, ¿o no se puede?. Si hubiera explicitado a Maquiavelo habrìa limpiado ese velo romántico y quedaría más claro. Le animo a una segunda parte en que lo desarrolle.¿O es mera elucubración y estamos en un sistema que tiene enclaustrada a la política de manera que sus agentes, meros instrumentos (no como en la antigüedad) sólo están para lo que apunta el primer párrafo?