La senadora Liz Cheney, la hija del Vicepresidente de Estados Unidos en tiempos de George W. Bush, ha realizado unas declaraciones contra Trump que muestran la profundas disensiones que sacuden a los más altos círculos de Washington y, en particular, dentro del Partido Republicano.
Su discurso será una sorpresa para quienes hayan visto la película “El vicio de poder”, un juego de palabras donde el “vicio” es el “vice”, o sea, Dick Cheney, que de facto fue quien ejerció las funciones de Presidente, ya que Bush era un inepto total.
En suma, Liz Cheney imputa a Trump lo que su padre llevó a cabo sin ninguna clase de escrúpulos, gracias a una de esas “interpretaciones creativas” de la Constitución que realizaron el abogado David Addington y John Yoo, asesor del Ministerio de Justicia.
Por decirlo más claramente: lo de Dick Cheney fue un Golpe de Estado dulce, aprovechando los atentados contra las Torres Gemelas el 11 de setiembre de 2001.
En España estamos acostumbrados a que tanto el Tribunal Constitucional como el Tribunal Supremo lleven a cabo ese tipo de “interpretaciones creativas” de las leyes. No hay más que leer el informe de indulto a los presos del “procès”.
Quienes ejercen el poder, sean Cheney o sean jueces, no están sometidos a ninguna ley; es la ley la que está sometida a quienes tienen poder para “interpretarla” de una forma u otra.
Por eso el reciente discurso de Liz Cheney sobre el “Estado de Derecho” es tan interesante, y hay que recordar que es la número tres en el escalafón del Partido Republicano.
Cuando Dick Cheney era Presidente de facto, aprobó el programa de torturas de la CIA, que no eran tales sino “interrogatorios reforzados”, y cuando en la película se dejan de eufemismos y le llaman a las cosas por su nombre, Cheney no puede ser más claro: las torturas dejan de serlo cuando las practican los sicarios de Estados Unidos.
Las sutilezas jurídicas funcionan de esa manera hipócrita, pero cuando ni siquiera es posible hacer malabarismos con las palabras, hay que recurrir a las mentiras puras y duras, como en el caso de las “armas de destrucción masiva”, otra de las grandes hazañas fabricadas por Cheney para justificar la invasión militar de Irak en 2003.
Cheney y Rumsfeld, el jefe del Pentágono, comenzaron su carrera a la sombra de Nixon y Kissinger, aunque nunca estuvieron de acuerdo con su línea política. El Watergate les dio la oportunidad que esperaban para cambiar el rumbo trazado por el Partido Republicano después de la derrota de Vietnam.
La época dorada llegó con otro Presidente pelele del Partido Republicano, Reagan, y la posterior caída de la URSS. En los años noventa el mundo se convirtió en el erial que padecemos en la actualidad. Ya no había necesidad de respetar ningún compromiso internacional porque quien los garantizaba había desaparecido. Estados Unidos podía ejercer un poder omnímodo, dentro y fuera de sus fronteras.
Pero no hay peor cosa que entregar facultades ilimitadas a un burócrata oscuro y mediocre como Dick Cheney, una personalidad que contrasta poderosamente con la su mujer y su hija, bastante más capaces intelectualmente, aunque tampoco demasiado. De esa combinación surgen frutos conjuntos, como el libro “Excepcional: Por qué el mundo necesita una América poderosa”, firmados por el padre y la hija, pero donde el primero no hace otra cosa que figurar en la portada.
Al margen de escribir un libro con la muleta de su padre, durante años la senadora Cheney apenas ha tenido relieve político ninguno. La oportunidad le ha llegado con Trump o, mejor dicho contra Trump, porque las esferas políticas de Washington están marcadas por la mediocridad de esos personajes. Cuando alguien despunta es sólo ante las cámaras de la televisión. Detrás de él alguien mueve los hilos.
Antes ese “alguien” era Dick Cheney, que envió a Colin Powell a dar la cara con las “armas de destrucción masiva”. El Vicepresidente siempre se mantuvo en la oscuridad, e incluso alardeaba de que no concedía entrevistas ni hablaba con reporteros. En el mundo moderno quien realmente ejerce el poder político nunca se asoma a los micrófonos y quien se arrima a ellos es porque no puede tomar decisiones.
Las constituciones son papel mojado; el presidente es el vicepresidente.
Perdón, pero, si bien el artículo es interesante y coincido con la visión de su autor, debo reconocer que no me he enterado de cuál es exáctamente la acusación vertida por la tal Liz Cheney sobre Trump.
¿Acusa Liz Cheney a Trump de no mandar? ¿Quien mandaba, resulta que era entonces el vicepresidente de Trump?
Agradeceré aclaración.
Copio y pego del propio artículo:
“Liz Cheney imputa a Trump lo que su padre llevó a cabo sin ninguna clase de escrúpulos”