Cambalache

Nicolás Bianchi

Cuando sólo se tiene la fuerza pero no la razón y los partidos políticos burgueses pertenecen a la misma clase dominante o, como diría Gramsci, bloque hegemónico, eso que llaman «hacer política» es mero cambalache.

En el modo de corrupción, perdón, producción capitalista, en su fase imperialista y última, sólo se permite la libertad de robar, esquilmar y mentir amén de turnarse en el poder las distintas fracciones de una misma burguesía para mejor repartirse la tarta, lo mismo se llamen PP, PSOE, PNV, CiU o IU. ¿Y «Podemos» del que se dice que ha roto el llamado «bipartidismo»? Parvenus rastacueros recién llegados -e invitados- al festín del rico Epulón. ¿Deseo que pase esto? No, no lo deseo. Son buenos chicos y una sola palabra suya bastará para sanarme de mi puta manía de creerme en posesión de la verdad absoluta porque, es sabido, la verdad es relativa y se reparte en potitos bledine y en cachos y porciones, como los quesitos «El Caserío», que se conjugan verbalmente: yo tengo mi verdad, tú la tuya, aquél la suya, hasta los fascistas están convencidos «de su verdad». Realmente espléndido, divertido y hasta deportivo, que diría Ortega y Gasset, ese gentleman.

Partidos polícos –partitocracia le dicen algunos desde posiciones filofalangistas aunque se reclamen republicanos de alguna Republiqueta- que, al igual que los sindicatos «mayoritarios», son puros aparatos del Estado (fascista) que viven y se amamantan de él. No hacen «política» y, por lo tanto, no existe eso que le llaman «clase política». Los «políticos» no son una clase social. Son «cuentistas» que viven del «cuento», que decían nuestros padres y abuelos. Ayer fascistas y hoy «demócratas». Son parásitos que se nutren de la no solución de los problemas; por el contrario, los crean para mejor vivir de ellos como inquilino en una caracola. Es mejor impedir la palabra al pueblo catalán que dársela, mejor el problema que su solución. Y conste que soy de los que sostienen la patafísico-paranoica daliniana (de Dalí) teoría de que si este Gobierno hubiese tomado la iniciativa de dar la palabra al pueblo catalán hubiera ganado el sí al Estado español.

Encima, garrulos.

El vocablo «cambalache» (cambalacho en portugués) está compuesto por «cambio» y el sufijo «ache», de origen mozárabe (suena a «bacile», pero es así). Tanto en el Estado español como en la Argentina significa trueque de baratijas o abalorios de escaso valor. La palabra esconde un juicio pesimista: todo es igual, nada merece la pena. En el precioso tango «Que Vachaché» (1926), ya ha llovido, Santos Discépolo termina así: «¡Que vachaché, si hoy ya murió el criterio/vale Jesús lo mismo que el ladrón!» Más conocido es el comienzo desesperanzado salvo en un dios demiúrgico pero difuso del tango «Cambalache» (1935), también llovió: «Que el mundo fue y será/ una porquería, ya lo sé. / En el quinientos seis/ y en el dos mil también. Siempre han existido chorros (ladrones, NB), maquiavelos, estafaos… Pero ahora vivimos revolcaos en un merengue/ y en el mismo lado/ todos manoseaos». Y sigue el filósofo del tango, Discépolo, que ni es Schopenhauer ni dice qué es el hombre sino cómo es: «Hoy resulta que es lo mismo/ ser derecho que traidor/ ignorante, sabio, chorro/ generoso o estafador… ¡Todo es igual! ¡Nada es mejor! Lo mismo un burro que un profesor». No, estas letras no son de Víctor Manuel, precisamente.

Estos temas lunfardos hablan de la condición humana, de la confusión de valores y la desaparición de la escala axiológica. No se ponen ontológicos, sino abismales y abisales, Ni siquiera fáusticos y menos aún hamletianos, y es que la amoral burguesía de hogaño no tiene dudas porque a ella nunca le pasa nada. El problema son los otros que se resisten, que no entienden, que si les pasa lo que les pasa es porque se lo han buscado, como dicen los calvinistas, que hay una cosa que se llama statu quo.

Dedíquense al tango o a la poesía y dejen de joder, desnutridos, descamisados, etc.

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