Hace años que en las manifestaciones (algunas) que se celebran en España se escucha la consigna “televisión = manipulación” y los enfrentamientos con periodistas y cámaras es cada vez más frecuente.
Parece evidente concluir, en consecuencia, que un amplio sector social tiene muy claro que las cadenas de comunicación falsean la realidad. También debería estar claro que los tinglados que se dedican a desmentir bulos no buscan ahí la carnaza, sino en las pequeñas rendijas que se cuelan por algunos sitios alternativos de las redes sociales.
La pandemia ha demostrado que no es así. Incluso los que saben que los grandes medios mienten, caen en sus mentiras una y otra vez. Ocurre como en la película “El golpe”, rodada por George Roy Hill en 1973, y tantas otras. Es posible estafar incluso al más desconfiado. Para ello basta orquestar un escenario lo suficientemente creíble. Dicho escenario deberá ser tanto más complejo cuanto más reticente es el espectador al que tienen que vaciar los bolsillos.
Cuando el mensaje de los medios es uniforme y se mantiene durante meses, un día tras otro, abriendo las portadas de los telediarios, la desconfianza debería aumentar. Por algún resquicio debería aparecer alguien con cierta capacidad crítica. Sin embargo, no es así, ni individual ni colectivamente. No hay mas que leer los comunicados de las organizaciones y movimientos que se consideran defensores de los trabajadores y de la revolución.
“La ideología dominante es la ideología de la clase dominante”, decía Marx, lo cual significa que es dominante tanto como que es ideología, es decir, que no es ni puede ser nunca ciencia. Prueba de ello es que, en contra de lo que dicen los “marxistas académicos”, se transmite por canales emocionales. Lo que está vendiendo la pandemia actual no son las incomprensibles tonterías de los “expertos” sino las imágenes de los enfermos entubados y postrados sobre una cama.
Sobre una imagen no se puede discutir. No se puede estar a favor o en contra porque, por definición, una imagen refleja una realidad.
Una imagen triunfa como icono de la realidad cuanto mayor es su carga emocional, como en el caso de la foto del niño Alan Kurdi, que murió ahogado en una playa de Turquía en septiembre de 2015. Es el símbolo de la terrible crudeza que padecen los emigrantes. Una imagen gráfica triunfa porque revuelve las tripas al espectador. Le cambia su estado emocional. Por ejemplo, debe causarle miedo si no lo tiene, o debe quitarle el miedo, cuando lo tiene.
Con una imagen ocurre lo mismo que con un noticia: unas se publican y otras no. Hay noticias que no son noticia porque son tabú. No aparecen en las televisiones, como las colas del hambre en España.
También hay fotos que nadie publica. Las fotos se seleccionan, lo mismo que las noticias. Incluso hay fotos que alguien publica y acaba detenido a causa de ello, como ocurrió ayer en Francia.
La historia es la siguiente: en Francia el miedo al yihadismo estaba desapareciendo porque estaba siendo sustituido por el miedo al coronavirus. Entonces han comenzado a reaparecer los atentados indiscriminados con una enorme carga emocional, como el degollamiento a sangre fría de una persona con un cuchillo. Las informaciones han ido acompañadas del correspondiente aparato gráfico, convenientemente seleccionado para suscitar la dosis justa de pánico.
Sin embargo, al elenco gráfico un internauta añadió una foto en las redes sociales de una víctima del atentado a la Basílica de Niza y la policía le ha detenido. El control policial sobre las redes sociales está ya tan desarrollado que la detención se produjo inmediatamente después de que el usuario difundiera la foto.
La imagen era excesiva. Aparecía el cuerpo de Nadine Devilliers, de 60 años, dentro del templo con la garganta seccionada. Suscita violencia, dice la fiscalía francesa.
Como cualquier otro fármaco, las informaciones hay que dosificarlas para que surtan el efecto buscado. Los medios necesitan imágenes suficientemente desestabilizadoras de sus espectadores, pero sin pasarse, porque entonces resulta contraproducente. El enfado se convierte en ira y el espectador resulta incontrolable. Por ejemplo, se puede convertir en un vengador que persiga “tomarse la justicia por su mano”.
Sin embargo, la metáfora del fármaco no aclara lo suficiente. Deberíamos hablar de anestesia, e incluso de anestesia local. Al paciente hay que sacudirle de vez en cuando, pero sólo un poco. Si le suministras una dosis muy fuerte, puedes matarle.