«España» -y no nos mueve ningún impulso atrabiliario o interés nacionalista pequeñoburgués, y nacimos en una nación sin Estado- no existe, es solo una locución nominalista, un semantema, un signo arbitrario con un sentido difuso. El historiador Américo Castro dejó escrito que los moradores de las tierras peninsulares «eran gallegos (y también lusitanos como peninsulares son los portugueses, N.B.), leoneses, castellanos, navarros, aragoneses o catalanes». Añade que el nombre «español» que los unificó a todos se originó en Provenza por motivos comerciales o por cualquier otra razón de carácter práctico. Es como si Marco Polo, cuando arribó a China y para no volverse loco con las diferentes etnias y pueblos que había allí, dijo que, alejop, todos chinos como patrón de medida y asunto resuelto y, por lo tanto, los mercaderes venecianos harían en adelante sus negocios con chinos y punto y no con la etnia tal o cual y es que los mercados incipientes unifican y derriban barreras (comerciales) mucho.
No existe lo que se dio en llamar un «problema vasco»; lo que hubo -y hay- es un «problema español», como veremos en la próxima (y última) entrega. Se habla de España, no ya como tema, sino como género. Al lado de los clásicos géneros literarios habría que ubicar el «género España». Este género crea a sus escritores -y no al revés como sería lo lógico- que escriben monotemáticamente sobre algo que sospechan que no es y tratan de que sea recurriendo a la mística o a la magia o a, como dijera Manuel Vázquez Montalbán, la Liga de fútbol que une mucho. Algo parecido a las lucubraciones y pajeos mentales metafísicos de Heidegger entre «existencia» y ec-sistencia (no hay errata), el «ser» y el «ente». Parece como si el solo hecho de invocar el nombre «España» les otorgara automáticamente el numen, el hálito, el alma, el espíritu del Ser y del ser no solamente algo, sino españoles, casi ná. Se pronuncia la palabra «España» como una especie de conjuro contra el fantasma de una identidad históricamente falsa y por ello se recurre al casticismo más garbancero, que es la España de pandereta de Rajoy (véase el funeral de la Fitz-Roy Duquesa de Alba) y el caciquismo finisecular. Y no la «España política», como la entendemos algunos y en la que nos movemos y hablamos para entendernos políticamente, ya lo hemos dicho. Estamos siempre delante de una latente y manifiesta falta de seguridad en sí mismo pues las palabras se ajan de tanto manosearlas como el gallo de pelea del coronel (no tiene quién le escriba) de García Márquez, recién fallecido, que se desgastaba con las miradas de la chiquillería.
Si todo estuviera tan claro, si no hiciera falta recordar a cada rato en qué país vive uno, sobrarían esas muletillas y latiguillos redundantes del tenor de «en este país llamado España» o «el presidente del gobierno de la nación». Si ya sabe uno que está (serlo es otra cosa) en España, en Spain o Hispanistán, deberían a continuación añadir aquello de… «perdón por la redundancia», porque cuando se comete redundancia se pide perdón y no se dice «valga» (la redundancia).
Sería como decir que la «lluvia llueve» cuando, en realidad, moja. Disculpen el exceso cursi pedagógico.