Reconocer que la forma de producir y distribuir alimentos también forja culturas alimentarias de un territorio ayudaría a esclarecer por dónde podrían ir los tiros de cómo debemos asumir, en revolución, el debate y la praxis correspondientes al trabajo en detrimento de la actitud pasiva de anaquel.
Parece la cresta de la inocencia (o de la estupidez, juzgue usted a continuación), pero en Venezuela encontramos puñados de gente que piensa que los alimentos consumidos a diario provienen de los anaqueles de los supermercados o, peor, de la nevera o la alacena de los hogares. Es quizá la inopia cultural subyacente en cierto sector del país que considera la producción de alimentos como un hecho mágico, como si se tratara de una manifestación divina (“te doy gracias, Dios, por estos alimentos”), lo que se manifiesta en las pocas urbes venezolanas y que golpea como un yunque debido a que permea como un mito en todo el tejido social del país.
Esta expresión cultural comenzó a forjarse en la medida en que ocurría una sistemática destrucción o dispersión de otras formas de producir alimentos por parte de las fuerzas mercantiles y comerciales de la burguesía transnacional y, en menor escala, de los Amos del Valle y los nuevos parásitos bajo la dirección de los apóstoles de Pedro Tinoco. Las consecuencias son visibles y cotidianas: el 90 por cien del territorio venezolano se encuentra deshabitado, en lo que sólo la Gran Caracas, Los Teques y los Valles del Tuy concentran el 35 por cien de la población total del país; y la producción de alimentos se encuentra en la responsabilidad de un 10 por cien de los venezolanos, campesinos todos. Esto sin contar con la importación masiva de agroconfeti y otros rubros subsidiados por el Estado con los pelucones de siempre (cuán corta es la perpetuidad) como intermediarios.
La mentalidad y consecuente comportamiento de supermercado, entonces, se debe a un aparato productivo atrofiado en su devenir y moldeado a imagen y semejanza de las ambiciones y beneficios de las corporaciones del agro. Nada raro cuando se piensa en Nelson Rockefeller y su relación con Venezuela, una que impuso consigo la infraestructura comercial necesaria para el saqueo cercado por alambres de púas, sangre campesina y patrones de consumo con clara tendencia: el engullimiento de un territorio y la satisfacción del gran negocio del hambre. Lo esencial de esta infraestructura todavía permanece, sobre todo en el aspecto cultural, lo dicho, aun cuando los dueños y sus mayordomos hayan cambiado de nombre a lo largo de las décadas.
El desarrollo sin ganancia no es desarrollo
Luego de la Segunda Guerra Mundial, Nelson Rockefeller fundó en 1947 la International Basic Economy Corporation (IBEC) con un capital de 2 millones de dólares, cuando ya era coordinador de la Oficina de Asuntos Inter-Americanos, una especie de sucursal pública del Departamento de Estado, durante los últimos años de la Segunda Guerra Mundial. El presidente Franklin D. Roosevelt compró la propuesta del magnate de impulsar el financiamiento en provisiones de comida y servicios de salud para mantener a los países latinoamericanos en la esquina de los Aliados durante los años de la guerra.
Rockefeller, con apoyo de su fundación “filantrópica”, reunió una sarta de científicos, especialistas del agro y técnicos que promovían nuevas técnicas y tecnologías para producir alimentos, que prefiguraron elementos de la posterior Revolución Verde. Una de sus ambiciones era la de “modernizar” la economía alimentaria de América Latina. Y lo logró, con las dificultades que asomaran el destruir culturas, modos de producción y patrones de consumo para el beneficio corporativo.
El envío de científicos de la agricultura a Venezuela se tradujo en la coacción a campesinos para la producción de más leche, papas, trigo y vegetales varios, productos que Venezuela importaba en la época y que eran susceptibles de escalar en precios en el mercado debido a la austeridad característica de los tiempos de guerra. Aquella modernización consistió en la estrategia del IBEC para el desarrollo industrial, que consistía en mover productos alimentarios específicos en un mercado concreto para un target de consumidores: los recién paridos habitantes de las urbanizaciones y quintas de los centros de gozo (ciudades) que podían pagarlos.
Sin embargo, el sistema de distribución de los campos a las ciudades era deficiente. Pagar camiones que transportaran las mercancías en carreteras prácticamente inexistentes costaba más que producir. Rockefeller entonces decidió crear una infraestructura propia. Para esto, convenció a las firmas petroleras en Venezuela de desembolsillar 15 millones de dólares para “ayudar” a Acción Democrática y Rómulo Betancourt a confrontar la crisis de alimentos en el país, entre otros bienes y servicios, a cambio de poca restricción tributaria y cartas avales. En 1946 crearon la subsidiaria de IBEC: la Corporación Venezolana de Fomento (CVF). La idea era atacar la “vieja” agricultura e instalar la chatarra industrial dependiente de los dueños de la tecnología y el petróleo.
Una industria exclusivamente para el consumo
Cargill era consultada, y sus expertos se horrorizaban como lo hacen hoy algunos por la “primitiva, casi bíblica” agricultura venezolana que, paradojas del desarrollo, surtía de alimentos al campesino ya enmiseriado por el dogma del petróleo. Había que arrasar los rastros de producción que se anteponían al totalitarismo de la mercancía, por lo que las bodegas y pequeños abastos pasaron al olvido de la distribución y expendio y se concibieron los supermercados de la mano criolla de la familia Bottome (líder del grupo 1BC y aliado de Rockefeller), cuenta Juan Carlos Zapata en su libro sobre Tinoco.
En 1947 la CVF junto a capital de Bottome creó la subsidiaria Compañía Anónima Distribuidora de Alimentos (CADA). También fundó la Productora Agropecuaria Compañía Anónima (PACA), que sería la institución señera en concebir un plan de siembra nacional. La propuesta de modelo de granja (modelo farmer) del Medio Oeste estadounidense (Iowa) se impuso sin resultados positivos en Venezuela, dice el reporte citado por el investigador Shane Hamilton. Devino la quema de siembras enteras por plagas y altos precios de importación de tecnología.
Sin embargo, las ganancias vinieron del lado del consumo, la compra-venta de alimentos, y no en la producción en sí de los productos, por lo que se desatendió la nimia industrialización del campo, deformando críticamente el aparato de producción en donde IBEC había insertado capital, y que trajo como consecuencia directa la privación del campesinado venezolano de cualquier sustento alternativo.
Entusiasta de los avances científicos y la inversión de capital, Rockefeller convenció al presidente Truman de ponerlo como jefe de la Mesa de “Consejeros” de las Relaciones Internacionales en 1950. Empujó a la National Foreign Trade Council (el Consejo Nacional de Comercio Exterior) para estimular la participación corporativa y la inversión privada como política internacional anticomunista. Se afincaron en el nuevo modelo de distribución y expendio. Los supermercados se convirtieron en entidades políticas, forjadores de alianzas transnacionales y de cultura, ya que sirvieron de puntas de lanza encubiertas de la contrarrevolución durante la Guerra Fría en la región por la vía de patrones de consumo. De los modos de producción de alimentos en Venezuela (conuco, huertos, pequeños sembradíos) a los degradantes sistemas capitalistas. Alimentarse como lo hacen en Miami o Nueva York forma parte de los aservos imperiales más contundentes en sus arsenales.
A pesar de la inversión inicial de la CVF (Betancourt en su libro Venezuela. Política y petróleo habla de 23 millones de bolívares para comenzar), el retiro de IBEC del mercado interno venezolano fue suplido por Archer-Daniels Midland (cuyo lema era “Supermarket to the world”) y Wal-Mart. Al mismo tiempo, PACA cerró en 1953 incumpliendo sus objetivos y endeudando al país por importaciones tecnológicas.
El CADA de Las Mercedes era el Titanic de los supermercados, abierto desde 1954. El plan de esta red era insertarla donde hubiera mayor afluencia demográfica según la capacidad adquisitiva (urbanizaciones, zonas clase media) y que al mismo tiempo albergara la mayor población gringa posible acostumbrada a este tipo de compra y consumo.
Pero el proyecto tenía una pata rota, y por lo tanto susceptible de dependencia estatal por completo: cuenta el mencionado Hamilton que el 80 por cien de lo que importaba CADA provenía de compañías estadounidenses como White Rose Inc. de los hermanos Seeman, problema que no tenía la red de supermercados TODOS, con sede en Maracaibo, que se abastecía de alimentos (menos del 6 por cien eran productos importados desde EEUU) debido a las relaciones comerciales entre el Táchira, vasto territorio campesino, y la burguesía mercantil de Maracaibo, que domingo Alberto Rangel en Los andinos en el poder la describe desde sus inicios en el siglo XIX y que las resume con la siguiente frase: “La economía occidental tendió a unificarse bajo la égida de los financistas del Zulia”.
Esta ecuación no se desarrolló en el resto de las cadenas productivas y comerciales de Venezuela, lo que confirma el hiperatrofiamiento de los modos de producción. Para mediados de la década de 1970 Venezuela se había convertido en un gran supermercado con la aglomeración violenta de campesinos empobrecidos en los cordones citadinos, en donde aún persistían las bodegas, quincallas y abastos.
La familia Rockefeller no sólo había convertido un imperio monopólico del comercio de alimentos en Venezuela, Brasil, Argentina, Perú e Italia, sino que había deformado culturalmente los hábitos de consumo por lo producido en las grandes fábricas y fincas bajo el concepto de la Revolución Verde corporativa. El agroconfeti convertido en el menú del día.
No ocurrió un cambio de espejitos por oro, como se suele ridiculizar al acto colonial, sino una de las maneras de penetración imperialista por el hecho del consumo. Detrás del mamotreto comercial, un aparato productivo incipiente sustituyó a otras formas de creación alimentaria y, por arrastre esencial, cultural. El capitalismo también es una forma de extinguirse como sujeto mediante el engullimiento de mercancías.
Los patrones de consumo fueron imposiciones del agronegocio, anularon la diversidad y se deformaron el sentido del gusto con agroconfetis y alimentos que no forman pueblos sino que los subsume a un metabolismo cultural propio del capitalismo en su versión venezolana de la mina. Todo lo proveniente de una infraestructura viciada perteneciente a la idea foránea y mercantil del clan Rockefeller, es decir, propia de quien piensa en el alimento como mercancía, un trasunto para la acumulación capitalista. Es una infraestructura que no nos pertenece como dato cultural para la construcción de nuevos modos de producción sino como referencia de la guerra impuesta, la ignorancia como dermis ideológica y la mina que (por ahora y mientras tanto) somos.
En tiempos en que la discusión en torno a la productividad toma fuerza para concebir un nuevo modo de producción debemos decidir si queremos seguir viviendo en un supermercado (con todo lo que eso significa, con y sin guerra económica) o en un país en el que la dignidad no sea sólo una palabra. ¿Producir para el consumo acostumbrado y el anaquel o para cimentar una inédita cultura aún por explorar?
Ernesto Cazal http://misionverdad.com/la-guerra-en-venezuela/rockefeller-decidio-que-comemos-y-que-no