Las revoluciones políticas, de ordinario frecuentes, suelen surgir de improviso, y su influjo no perdura. Son fuegos fatuos, y de ellas, sólo excepcionalmente, los pueblos obtienen beneficios positivos. Por regla general, no responden a las esperanzas que en ellas pusieron los que para promoverlas realizaron proezas y llegaron a sacrificar sus propias vidas. Las revoluciones que pueden llamarse sociales son contadas y se produjeron después de largos lapsos de tiempo y cada uno de ellos ha señalado un período histórico
(Santiago Valentí. Las sectas y las sociedades secretas a través de la historia. 1912)
“Una célula es una complicadísima maquinaria que lleva en su interior un programa y los mecanismos necesarios para ejecutar sus instrucciones: transformación de energía, redes de información y regulación, generación de estructuras internas y externas, protección contra sustancias extrañas… Pero esta máquina, además de funcionar de manera autónoma, tiene una peculiar capacidad: sus instrucciones permiten su propia reproducción”
(Máximo Sandín. Lamarck y los mensajeros. 1995)
Durante años, siglos, el proletariado ha podido subsistir a pesar de la permanente explotación, gracias a su capacidad de organización.
Organización, de la cual el núcleo primario ha sido la familia tradicional, con todas sus deficiencias y las prácticas autoritarias del “jefe de familia”, pero a pesar de todo, ha sido un reducto en el cual, si bien ha existido y existe todavía un orden jerárquico que se denomina patriarcado, ha estado también el lugar en el cual, con la colaboración de todos sus miembros se han superado momentos extremadamente difíciles derivados de los continuos cambios organizados por el capital, con sus consecuencias de pobreza, precariedad, y el hambre en muchas ocasiones. Ha sido la célula básica para la supervivencia y reproducción.
Del mismo modo, la tarea organizativa basada en una estructura celular, dentro de las formaciones revolucionarias ha sido el elemento fundamental tanto para el mantenimiento de éstas, como para multiplicar su influencia en el seno de la sociedad y como reproductoras de militantes. Ha jugado un papel clave en la formación de la conciencia de clase entre el proletariado, en su organización como clase social y el mantenimiento de ésta de forma sostenida.
Hace falta una pregunta: ¿Organización comunista, para qué? ¿Para mejorar las condiciones de venta de la fuerza de trabajo? ¿Para construir una nueva sociedad?
Si es para mejorar las condiciones mercantiles de la venta de la fuerza de trabajo tal vez no hace falta un tipo de organización de este tipo, basta con aceptar la democracia representativa y los mecanismos derivados de ella: sistemas electorales, peso específico de los representantes (diputados, concejales, etc.), organizaciones sindicales, y otras autorizadas con el objetivo de realizar alguna que otra mejora dentro de los límites establecidos que tienen su punto y final en la sacralidad de la propiedad privada de la tierra y de los medios de producción.
Si es para construir una nueva sociedad la cosa ya es más complicada, pues el objetivo debe ser organizar personas y con ellas su compromiso firme de transformación social. Esta apuesta comporta una serie de mecanismos de funcionamiento, los cuales suponen un ejercicio de responsabilidad personal y colectiva enmarcada en una trayectoria coherente con el objetivo final. Este acto de responsabilidad supone la aceptación de querer formar parte de una clase social capaz de realizar esta transformación en todos los ámbitos de la vida.
Una de las fuerzas principales, tal vez la más poderosa, que ha hecho triunfar las revoluciones, no ha sido la material, pues en este plano toda revolución es más débil que el Estado. La principal fuerza de una revolución ha sido su fuerza moral, la perspectiva de conseguir un bien común para la mayoría de la sociedad y la impresión que ha causado en millones de personas por su atractivo liberador. Y esta fuerza depende de la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. Sin esta fuerza moral nunca hubiera sido posible ninguna revolución.
La experiencia histórica colectiva acumulada, ha tenido sus momentos de fortaleza cuando ha sido basada en la célula, ya sea ésta legal, semilegal o clandestina. Una unidad básica inserta en medio de un colectivo ya sea en un centro de trabajo, de estudio, militar, cultural, asociativo, vecinal…
Lo cierto es que la fragmentación de los centros productivos ha comportado una serie de problemas, agraviados por las modificaciones de las condiciones de trabajo, las movilidades funcionales y geográficas, las jornadas continuadas con descansos personalizados, los trabajos a tiempo parcial, fijos discontinuos, temporales, a domicilio, de subcontratos, etc. Todo ello tiene que hacer replantear la estructura celular basada casi exclusivamente en los grandes centros industriales.
La producción industrial y manufacturera se ha alejado de las sociedades ricas de los centros imperialistas, y nuestro país está dentro de estos centros, y como resultado la estructura organizativa que puede ser viable en otras sociedades de la periferia no puede ser aplicada a la nuestra. Asimismo pasa con la proletarización del la agricultura que aquí tiene unas características totalmente diferentes de las que puede tener Asia, África o América Latina.
Así la constitución de una célula comunista no puede ser una elaboración teórica inmutable en el tiempo y el espacio, sino una estructura dinámica y dialéctica que debe tener en cuenta las dificultades objetivas en que se puede encontrar derivadas de las condiciones concretas en que viven y trabajan las personas integrantes de la misma. Debe tener presente la formación política e ideológica de las personas que la integran, pues puede ocurrir que experiencias en otros tipos de organizaciones (sindicatos, asociaciones, etc.) haga que, inconscientemente, transmitan valores que corresponden a la clase antagónica.
Si se llega a la conclusión de la necesidad de organizar una célula comunista se tendrían que tener en cuenta unas cuestiones: La identificación de sus componentes en un proyecto determinado y siempre en correspondencia con un hito final, la construcción de un nuevo tipo de sociedad y de relaciones, donde la ética del ser –individual y colectiva- supere la ética del tener. Y, la exigencia de tener criterio propio como condición de militante.
Estos criterios deben presidir las tareas dentro del llamado movimiento obrero, entendido éste como el conglomerado diverso antes referido. La clase no nace, la clase se hace y la tarea de los comunistas es precisamente la de organizar a los proletarios como clase social para encabezar una revolución social que tenga en su horizonte algo más que mejoras materiales.
Como expresa Santiago Valentí: “A poco que se analice la evolución de las sociedades, se comprenderá porqué las revoluciones políticas se han repetido en un mismo pueblo durante una centuria, y porqué, en cambio, han transcurrido algunos siglos sin registrarse una sola revolución social. La razón es obvia; las primeras son obra de un partido o cuando más de una coalición de elementos políticos, unidos por un objetivo común, que consiste en derribar los poderes constituidos; en cambio, las revoluciones sociales revisten tal complejidad, suponen tal cúmulo de factores y de fuerzas en tensión, alcanzan tales proporciones, que su influjo trasciende más allá del territorio donde tuvieron lugar, y son no sólo una enseñanza para todo un país y toda una época, sino también un ejemplo para la humanidad entera”.
En el momento actual, la base sólida para recuperar y rehacer un movimiento revolucionario debería tener como eje de actuación inmediato, la organización celular de los militantes comunistas. Una célula comunista debe ser antagónica con una “ludoteca política”, tan de moda por parte de las llamadas izquierdas.
La lección que podemos sacar de todo esto, es que por un lado la organización es una herramienta para el mantenimiento, fortalecimiento y reproducción de los comunistas. Pero si el partido tiene como objetivo la organización para su propio mantenimiento, sin la vista puesta en los objetivos a largo plazo, aparece la instrumentalización y la carencia de canales para la elaboración y decisión en la toma de decisiones por parte de los militantes, el resultado no es otro que su autodestrucción.
¿Qué organización ante la fábrica sin humo llamada ‘sector servicios’?
Mientras las empresas estaban ubicadas en el medio urbano existía una simbiosis entre lo que sucedía en la empresa y lo que sucedía en el lugar de residencia. Cualquier problema en el tejido social repercutía dentro de los centros de trabajo y a la inversa. Este contexto perduró hasta los años 70 del siglo XX. A partir de entonces se realizó una gran operación de reestructuración del capital: se inventaron los “peligros” que representaban las industrias en los centros poblacionales, y a partir de este panorama se trasladaron a los polígonos industriales. En esta magna operación, unas empresas aprovecharon para cerrar, otras consiguieron la recalificación de sus terrenos al pasar de zona industrial a zona urbana edificable, multiplicando por mil el precio del metro cuadrado de terreno. Al mismo tiempo una concesión a los campesinos que disponían de tierra alrededor de las ciudades, los cuales vieron multiplicado el precio de sus terrenos al pasar de la calificación de rural a industrial. Los únicos perdedores de esta operación fueron los trabajadores, unos despedidos, otros obligados a la compra de vehículo para llegar a su puesto de trabajo, otros buscando una vivienda algo más cerca de los polígonos. Paralelamente se desestructuraron los barrios tradicionales obreros, ya sea por los cambios de residencia, ya sea por la llegada de nuevas gentes, inmigrantes sobre todo, que no tenían ninguna vinculación ni de amistad, ni cultural con los autóctonos que quedaban.
Bares, restaurantes, tiendas para todo tipo de baratijas, oficinas, empresas de limpieza, comercios outlet, peluquerías, manicuras, agencias de viajes, bricolajes, etc., conformaron una red difusa en la cual se mueve un proletariado desorientado, sin vinculación estrecha con el vecindario y con apenas vinculación con los cientos de pequeños talleres o empresas ubicadas en los polígonos industriales.
Fue el inicio del auge del llamado sector servicios, término abstracto en el cual se integran tanto el director de un banco como una mujer de la limpieza, cajera de supermercado o los repartidores a domicilio. En 2023 el sector servicios representó más del 68 por cien del PIB español.
Considerando la distribución de las empresas españolas por sectores de producción (excluida la agricultura y la pesca), el 82,8 por cien ejerce su actividad en el sector servicios (incluyendo el 20,2 por cien en comercio), el 11,8 por cien son empresas del sector construcción y el 5,5 por cien del sector industrial.
Estos grandes cambios han afectado la salud del proletariado. De hecho, la salud no es un concepto unívoco sino una construcción sociocultural relativa en cada momento histórico. Con independencia de la época en que se generaron, en la actualidad estas concepciones conviven contradictoriamente, orientando toda la gama de prácticas sociales y sanitarias.
La salud del proletariado
En 1996 Robert G. Evans, Morris L. Barer y Theorore R. Marmor, con el título de “¿Por qué alguna gente está sana y otra no? Los determinantes de la salud de las poblaciones”, estudian la salud basada en el concepto de grupos sociales. Inician su libro respondiendo la pregunta de su título de la siguiente forma: “La gente que ocupa las posiciones sociales más altas vive más tiempo. Mientras tanto, además, disfruta de mejor salud”. En efecto, un importante número de estudios, en muchos países, ha mostrado la existencia de correlación entre la esperanza de vida y la frecuencia de otros indicadores de salud con indicadores de estatus social, como por ejemplo ingresos económicos, nivel educativo, ocupación, lugar de residencia, etc.
Pero en las reivindicaciones en materia de salud, las consignas han sido y son, de “más”. Más médicos, más enfermeros, más ambulatorios, más camas hospitalarias, más medicamentos, más, más, más… de lo mismo. En una concepción generalizada de que todos estamos enfermos y exigimos paliativos a nuestro estado.
Nadie habla de salud dentro del movimiento obrero organizado o del proletariado en general, solamente de enfermedad, aunque si alguien se atreve a preguntar a un facultativo la causa de la misma o su origen, la respuesta en la inmensa mayoría de los casos es de “etiología desconocida”, pues indagar el origen de la enfermedad del proletariado conlleva a poner en tela de juicio la totalidad del sistema capitalista.
Cierto es que existen voces, colectivas algunas de ellas, que denuncian el entramado de la llamada Big Pharma, otros colectivos denuncian las contaminaciones industriales y alimentarias, otros la corrupción de la OMS, y así tanto a nivel de nuestro país como a nivel internacional, pero todos ellos haciendo caso omiso de una visión global y la relación de la salud con la lucha de clases.
Desde una perspectiva comunista, con una visión de totalidad, deberíamos intentar, al lado de la denuncia, una propuesta de salud proletaria, lo cual debe significar el paso de la concepción enfermiza a la concepción de salud con lo cual la reivindicación no deba ser de más de lo mismo sino de algo cualitativamente distinto.
Ello debe significar una reapropiación de la autoestima personal del proletariado, que del mismo modo en que se le ha despojado de los saberes técnicos ya desde la llamada “organización científica del trabajo” de Taylor, se le ha despojado de la capacidad de conocimiento del propio cuerpo y mente, dejando estos a manos de “profesionales” desde el nacimiento hasta la muerte, convirtiendo al proletariado en una máquina de crear plusvalor, y convirtiendo la sanidad en el instrumento de reparación de la máquina para que pueda continuar su funcionamiento.
El consumo de antidepresivos en España no deja de aumentar. En diez años se ha disparado un 50 por cien, según indica el último Informe Anual del Sistema Nacional de Salud. En el año 2022, la dosis diaria definida de este tipo de fármacos fue de 98,8 por cada 1.000 habitantes (DHD), un aumento del 48.48 por cien con respecto a 2012, cuando la dosis diaria fue de 66,2. De acuerdo con el informe, el 34 por cien de la población padece algún problema de salud mental.
Y en la infancia y adolescencia (menores de 25 años), los problemas de salud mental más frecuentemente registrados son los trastornos de ansiedad, seguidos de los trastornos específicos del aprendizaje, aumentando entre 2019 y 2022 un 29,5 por cien, y un 26,6 por cien respectivamente (1).
No hay que buscar mucho para encontrar el origen de estas cifras de desequilibrios mentales, pues tienen un nombre: violencia de clase.
Y para enfrentar esta violencia hay personas, las hay, esparcidas en centros de trabajo, de estudio, o de residencia sin ninguna vinculación entre ellas. Tarea de los comunistas en el movimiento obrero ha de ser vincularlas entre ellas, organizarlas, formarlas para convertir dicha masa amorfa en una clase social capaz de resistir los embates del Imperialismo S.A., y avanzar hacia una nueva sociedad.
¿Qué hacer?
Elaborar una propuesta que englobe los llamados “accidentes de trabajo” con su secuela de muertes e invalideces, los cuales debemos calificarlos como “violencia de clase”, junto a las distintas enfermedades derivadas de los ritmos de trabajo, de las contrataciones precarias, etc., así como la drogadicción derivada del trabajo (ejemplo de la pandemia de fentanilo, tramadol y otros opiáceos ingeridos para no perder una jornada de trabajo).
El capital y sus secuaces ya no recetan paliativos solamente a personas con graves enfermedades terminales, sino que recetan drogas para no interrumpir el ciclo de recomposición del capital (desde simples analgésicos hasta potentes opioides) sin contar la inmensa ingesta de antidepresivos, ansiolíticos, etc.
Pero además de intoxicar al proletariado para continuar produciendo plusvalía, pretenden condicionar cualquier atisbo de rebeldía desde la más tierna infancia mediante la drogadicción de las criaturas proletarias bajo el pretexto del TDAH (Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad).
Debemos poner sobre la mesa la drogadicción de las criaturas así catalogadas y la responsabilidad de los funcionarios de la educación, de los padres y madres en la ingestión de metilfenidato y otras drogas.
Un elaborado informe publicado en el número 133 del volumen 38 de la Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría titulado “Psicoestimulantes para el TDAH: análisis integral para una medicina basada en la prudencia”, en sus conclusiones establece que: “El TDAH se presenta como un fenómeno con prevalencia variable y consumo de fármacos creciente. La evolución de su constructo ha experimentado cambios sustanciales, permaneciendo desconocida su etiología. Los argumentos a favor de una hipótesis biológica son poco consistentes y, a falta de marcadores biológicos fiables, las escalas de síntomas no se correlacionan bien con la funcionalidad de los individuos. La terapia no farmacológica merece ser mejor investigada, destacando la terapia conductual por su potencial utilidad. Los medicamentos podrían aportar cierta eficacia en síntomas a corto plazo, sin garantía de mejora en variables relevantes a largo plazo. Crecen los tratamientos en población adulta y se reemplaza progresivamente el metilfenidato por la lisdexanfetamina. Destacan los efectos adversos cardiovasculares, psiquiátricos y endocrinos” (2).
En el libro “Niñ@s hiper”, el psicoanalista José Ramón Ubieto y el catedrático de Psicología Marino Pérez, denuncian que “los niños son movidos y poniendo una etiqueta de TDAH. En todo el movimiento infantil hemos hecho del TDAH una epidemia”.
En España más de 250.000 menores toman psicoestimulantes para combatir el TDAH, según los últimos estudios de prevalencia de ese trastorno en España del Instituto Nacional de Seguridad Social (datos del año 2019). La prescripción médica depende de los servicios de orientación y salud mental, quienes normalmente reciben un informe de la escuela en el que se describe un posible caso de TDAH.
Pero, tras la denuncia de ciertos profesionales, todo queda en un apartado de “irresponsabilidad profesional” sin establecer la ligazón con la situación estresante en la que se desarrolla la vida de los menores en los hogares proletarios, como consecuencia de la incapacidad e impotencia de los padres para enfrentarse al sistema, dada la desorganización y fragmentación y la inexistencia de una potente organización comunista que plantee un conjunto de medidas para restablecer la salud psico-física del proletariado.
Luchar por la salud del proletariado es también luchar por una cultura proletaria, alejada de la alienación del consumo superfluo, de los estándares implantados por el capital, cultura que debe englobar el conocimiento del propio cuerpo, de sus síntomas y signos, de saber a que responden, de hallar el responsable de los mismos y de combatirlo en una síntesis que englobe la lucha de clases por la realización de intereses inmediatos con los intereses fundamentales del proletariado.
Todo lo que hagamos en referencia a la salud del proletariado y su autoafirmación como sujetos de la historia, y no como simples objetos de la misma, será en ausencia de referentes actuales, por lo cual no debe preocuparnos si el camino es largo y cometemos errores. Pero es una tarea fundamental para los comunistas en el movimiento obrero, que va más allá de las consignas sindicalistas solamente centradas en el precio de la venta de la fuerza de trabajo.
(1) https://theobjective.com/sanidad/2024-08-06/consumo-antidepresivos-crece-ansiedad/
(2) https://dx.doi.org/10.4321/s0211-57352018000100016
Un alegato sencillamente maravilloso por su reflexión y alcance 👏. Debería ser leído, explicado y debatido por toda la población trabajadora… Cómo? Dónde? Quiénes? Una luz difícil de alcanzar. Pero gracias, muchas gracias 🥰