No confundir la velocidad con el tocino

Los obreros llevan dinamita en las manos
Bianchi

Hace ya varias décadas, sobre todo después del famoso Mayo del 68 parisino -y no sólo francés, que hubo otros por doquier-, que se decretó la muerte de la clase obrera, o sea, el sujeto revolucionario que, se supone, haría la revolución y nos llevaría al paraíso socialista y al edén comunista. Así vaticinaban elementos de la «izquierda» (la «derecha» se dedicaba a meterse con la «intelectualidad»), sobre todo H.Marcuse, que venían a reivindicar el papel fundamental en el derrocamiento del capitalismo, nada menos, que de cualquier sector marginado por el mismo, por el capitalismo, menos las clases trabajadoras que, por supuesto, se aburguesaban socioeconómicamente y se hamburguesaban culturalmente sin afectarles la crisis estructural del sistema o, al menos, no tanto como a los principales sujetos emergentes de quien cabía esperar las transformaciones y revoluciones sin cuento, esto es, los diversos movimientos surgidos al calor de las excrecencias del capitalismo: feminismo, gays, antinucleares y, cómo no, innumerables ONGs (esto vino después), sin contar lo que me dejo en el tintero y ahora mismo se le ocurre al lector.

¿Y la clase obrera? No existe. Para Marcuse, por ejemplo, muy popular en los ambientes universitarios californianos de los años sesenta (obviaremos que colaboró con la precursora de la CIA, la OSS, para no deturparlo), hippie, etc., el protagonista de la revolución sería el lumpenproletariado porque la clase obrera o no existía o no te podías fiar alienada como estaba por la «sociedad de consumo».

Tenemos, pues, la enésima intentona de enterrar al proletariado y su carga revolucionaria para sustituirlo por otros «sujetos». Otros sujetos a los que, por supuesto, no negamos -ni se nos ocurre- su potencial anticapitalista (otra cosa es su talante discutiblemente revolucionario), pero sí afirmamos el carácter secundario de la contradicción que supone su existencia bajo el capitalismo al mismo tiempo que reafirmamos el carácter principal de la contradicción entre la burguesía y el proletariado que será la que nos lleve a la revolución o sigamos en el infierno capitalista presente que conocemos y padecemos.

El hecho de detenerse en las contradicciones secundarias del sistema, ergo asumibles por el mismo, provoca la proliferación de liderillos, gurús y oportunistas de «izquierda», por supuesto. Nunca llamarán a la clase obrera a huelgas o sublevaciones salvo huelgas-farsa desmotivadoras. O campañas pro-amnistía. ¿Para qué, si no existe? ¿Para qué si los presos políticos en una democracia son «terroristas»?

Hay que valorar, cómo no, cualquier movimiento de carácter democrático, anticapitalista y antifascista, pero sin olvidar el papel de vanguardia lo mismo de la clase obrera que de quien está dispuesto a partirse la cara contra este podrido régimen injusto e inicuo. Hay que saber cuál es la contradicción principal y la secundaria aprovechando todas para debilitar el maloliente y putrefacto sistema sin reinventar infinitamente «sujetos» (revolucionarios) orillando el verdadero protagonista: las clases trabajadoras que componen la mayoría social de la sociedad vayan o no con buzo -como Charlot en «Tiempos Modernos»– sin olvidar a los jornaleros del campo. Detenerse en las contradicciones de carácter secundario que genera el capitalismo y no ver más lejos, o no dar un paso más allá, o, peor, negar ese paso (para medrar dentro del sistema que se dice atacar), además de deshonesto roza la traición a quien se dice defender, a los descamisados.

Buenas noches.

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