Vamos a interrogarnos sobre la naturaleza de esta “revolución”, sancionada por la expulsión de Yanukovitch al día siguiente del acuerdo, pese a todo consensual, del 21 de febrero de 2014 entre los actores en conflicto, y cuyo respeto hubiera podido, en definitiva, evitar la sangrienta guerra civil en el sudeste.
Un putsch nacionalista, instrumentalizado por Occidente
La base fue la supuesta violación del acuerdo del 21 de febrero. Tras una dudosa “situación insurreccional” (según los términos de Jacques Sapir) organizada por fuerzas oscuras bajo vigilancia occidental, el sábado 22 de febrero de 2014 se instrumenta el golpe de Estado contra Yanukovitch. Ese día, la ONU, a instancias del Consejo de Europa, denuncia el anormal retraso de la justicia sobre los mortales incidentes en Kiev y Odesa de este putsch nacionalista, precipitado por fuerzas fascistizantes o, más bien, “claramente nazis” según J.M. Chauvier. Para Putin, los autores y el escenario de este golpe se conocen hoy perfectamente. Se sabe “cuánto cobraron, cómo se prepararon, en qué territorios, en qué países y quiénes eran sus instructores”. El golpe será, tras una corta transición política, la condición que permitió el nombramiento como presidente de Porochenko el 25 de mayo de 2014, el candidato pro-europeo más adecuado para defender los intereses del gobierno norteamericano, del gran capital y de los oligarcas del Oeste ucraniano contra el “peligro comunista”. El sueño europeo bajo el cerrojo norteamericano.
A la larga, esta inflexión pro europea de Ucrania será catalizador de su acercamiento a la OTAN, representante auténtico de la diplomacia norteamericana, como había anticipado Zbigniew Brzezinski: “La extensión de Europa y de la OTAN servirán a los objetivos tanto a corto como a largo plazo de la política norteamericana”. En esta óptica, bajo presión estadounidense, Porochenko construirá su popularidad, y su estrategia, contra la “amenaza rusa”. El 14 de setiembre de 2015 confirmaba que la “amenaza número 1 es Rusia” y, siguiendo el razonamiento, justifica su llamamiento a la OTAN. Estructuralmente impregnada desde la Guerra Fría por la doctrina Brzezinski, se orienta hacia el retroceso de la potencia rusa. El gobierno norteamericano puede avanzar sus peones y sus bases sobre el tablero euroasiático.
El objetivo de Washington en Ucrania es impedir el retorno de la influencia rusa en Europa y sobre todo oponerse a sus veleidades de dominación que, en la práctica, pondrían en cuestión la dirección heredada de la lucha anticomunista. Este principio de vigilancia estratégica sobre el continente europeo fue considerado por Kissinger como un elemento clave de la política norteamericana: “Desde que América se comprometió en la Primera Guerra mundial en 1917, su política descansa sobre la idea de que es su interés geopolítico impedir a toda potencia probablemente hostil dominar Europa”.
Esta preocupación estratégica, en el núcleo del análisis de Brzezinski, justifica el mantenimiento de una atmósfera de Guerra Fría reactivando (a través de una estrategia de desinformación) el mito del “enemigo ruso” en Ucrania. Eso explica el apoyo norteamericano a la extensión hacia el Este del espacio neoliberal europeo y su integración en el bloque otánico, contra los intereses rusos.
Al final, esta configuración explica la decisión del mando de las fuerzas aliadas en Europa, Philip Breedlove, expresado en el Congreso norteamericano en febrero de 2016, de “contener” a Rusia y si es necesario ”vencerla”. Inquietante.
Una ‘revolución’ fascistizante dirigida contra Moscú
La eliminación política de un dirigente pro ruso democráticamente elegido pero molesto, en la medida en que por una parte rechazaba la lógica ultraliberal del Acuerdo de Asociación, y por otra parte la influencia excesiva de la austeridad europea bajo control del FMI, fue el objetivo aglutinante de la coalición anti Yanukovitch. Con una base muy heterogénea y formada por oponentes nacionalistas salidos, en parte, de corrientes neonazis, esta extraña coalición “revolucionaria” ha sido, en fin, apoyada y luego orientada por las potencias occidentales bajo impulso norteamericano. “Washington ha apoyado de forma activa el Maidan”, lamentaba Putin el 16 de octubre de 2014, hipótesis confirmada por el testimonio del 31 de enero de 2015 de Barak Obama en la cadena CNN.
Progresivamente, impulsada por una fuerza irresistible, esta curiosa “revolución” nacional-liberal del EuroMaidan se ha radicalizado, con ataques a los “enemigos” (rusos y comunistas) y con unos resultados políticos que desembocan, a partir del 15 de abril de 2014, en una terrible represión en el Este, durante la horrorosa masacre de Odesa el 2 de mayo de 2014. Una consecuencia posterior de esta evolución ha sido la creación de leyes de “descomunistización”, que llevaron a la prohibición del Partido Comunista ucraniano el 24 de julio de 2015 y, de rebote, a la sacralización de los antiguos héroes nacionalistas colaboracionistas ligados a la Waffen SS. Una preocupante revisión de la historia ucraniana, favorecedora del renacimiento de ideologías nazis representadas por temibles grupos paramilitares. Curioso.
Tendencialmente, la “revolución” de Kiev se inscribe en la prolongación de las “revoluciones de colores” de naturaleza neoliberal, sucedidas en el espacio post soviético de los años 2000, perseguidoras de la instalación de dirigentes pro occidentales cercanos a Washington, fácilmente manipulables, por tanto. La generalización inconsciente de este tipo de estrategia “revolucionaria” al Medio Oriente fue denunciada el 20 de diciembre de 2015 por Jeffrey Sachs, consejero especial del secretariado general de la ONU: “Estados Unidos tiene que cesar las operaciones secretas de la ONU tendentes a derribar o desestabilizar los gobiernos de diferentes puntos del mundo”. El curso del escenario ucraniano da la impresión de ser un mecanismo perfectamente engrasado, bajo el ojo hábil del embajador norteamericano supervisando los progresos “revolucionarios”.
El papel de las organizaciones gubernamentales y no gubernamentales extranjeras, así como la sorprendente injerencia de los dirigentes occidentales (J. Kerry y C.Ashton) fueron decisivos una vez más (junto a los oscuros francotiradores de Maidan) en la construcción de un “punto crítico”, provocador de la desestabilización del poder y el éxito final de esa puesta en escena revolucionaria. Hoy no hay ninguna duda de que aquellos francotiradores estaban relacionados con la oposición radical anti Yanukovitch y han formado parte, junto con las milicias pardas, de la estrategia de desestabilización del régimen pro ruso. También con una presión “democrática” anti rusa impulsada por el dúo NEID-USAID, vector de todas las “revoluciones” pos soviéticas, mediante un apoyo financiado con dólares a la oposición ucraniana y a la propaganda occidental, para reforzar la “sociedad civil”. Con un fuerte auge, este apoyo está ahora reflejado en el presupuesto norteamericano para financiar la estrategia de “disuasión” de Rusia sobre el espacio euroasiático (gastos cuadruplicados en el proyecto presupuestario de 2017), en el marco de un nuevo tipo de guerra híbrida. Al final mediante el “soft power”, la cuestión consiste en erradicar los valores soviéticos y la amenaza comunista simbolizada por el “dictador”. Putin seguiría siendo, según la extraña creencia occidental, un “homo sovieticus” aspirante a restaurar el imperio. Delirante.
El avance de la OTAN en zona pos soviética
En el marco del aumento de las tensiones ruso-norteamericanas, la vuelta de Crimea al territorio ruso puede explicarse como un intento de Moscú de mantener un puesto avanzado frente a la progresión provocadora de la OTAN en el espacio pos soviético, una periferia limítrofe definida como su glacis de seguridad. En otras palabras, Crimea se puede considerar como un “golpe estratégico” ejecutado por Putin en el tablero euroasiático, para preservar sus posiciones y defender los intereses nacionales, que se ven amenazados por el giro anti ruso de la diplomacia europea. Ese golpe victorioso fue posible por la extrema torpeza occidental en el origen del putsch nacionalista, que ofreció la oportunidad al presidente ruso (mediante el referéndum del 16 de marzo de 2014) de recuperar Crimea, y por esta vía, corregir el “error histórico” de Kruschev en 1954. Para Putin no hay ninguna duda de que, bajo el grillete norteamericano, la OTAN sigue fiel a su antiguo objetivo de la Guerra Fría: reforzar su superioridad militar para modificar el equilibro estratégico en Eurasia. Con el fin de justificar un objetivo y “dar sentido” a su existencia, la OTAN se ha creado en Ucrania un “enemigo”, afirmaba el 14 de abril de 2016 el jefe de la diplomacia rusa, Lavrov. Para algunos Estados del antiguo bloque soviético, la OTAN se habría convertido, según H.C. d’Encausse, en “una alianza destinada a protegerlos de Rusia, sospechosa de ambiciones neoimperiales”. Esto explica sin duda la considerable extensión de las instalaciones de la Alianza en la periferia europea de Rusia, que según Washington estaría justificada por su “injerencia” en Ucrania. Sin embargo, la advertencia del Kremlin lanzada el 23 de septiembre de 2015 por su portavoz Dmitri Peskov es clara: “Todo avance de la Alianza hacia nuestras fronteras nos obligará a la adopción de contramedidas para consolidar nuestra seguridad nacional”.
El 20 de mayo de 2015, esta forma de paranoia antirrusa, mantenida mediáticamente por la desinformación (información parcial o mentirosa), se ha visto ilustrada en el discurso alarmista del jefe del Consejo de Seguridad Nacional y de Defensa ucraniano, Alexander Turchinov: “La amenaza para el mundo que viene hoy de Rusia exige una reacción adecuada y acciones fuertes”. Esta demanda parece haber sido oída, porque el 23 de junio de 2015, el ministro de Defensa norteamericano, A. Carter, ha confirmado la instalación “temporal” de armas pesadas en Europa central y oriental, en respuesta a las “provocaciones rusas”, violando el Acta entre OTAN y Rusia firmado el 27 de mayo de 1997. A principios de febrero de 2016, Carter anunció la multiplicación por cuatro de la ayuda norteamericana a sus aliados europeos en 2017, tras “la agresión rusa en Europa del Este”.
Para H. Kissinger, la OTAN mantiene su función histórica anti rusa, centrada en la protección de Europa: una “política de seguridad contra un nuevo imperialismo ruso”. Hoy, los gastos militares de la OTAN (800.000 millones de dólares) son 11 veces mayores que los de Rusia (70.000 millones de dólares), y por este motivo crean una peligrosa asimetría. Esta presión psicológica surrealista contra Rusia ha reactivado en la práctica el instinto de supervivencia existente en la época soviética contra el eje OTAN-USA.
Al final, y a pesar de la recesión económica demostrada en la caída del 3,8 por ciento del PIB en 2015, Putin ha confirmado para 2016 la continuidad del esfuerzo militar “defensivo” de Rusia, mediante una elevación del presupuesto. Los viejos reflejos están de vuelta.
La crisis en Kiev refleja una especie de partida de ajedrez entre norteamericanos y rusos, a través de la oposición neo-ideológica entre los ejes euroatlántico y euroasiático, en el que Ucrania sería una pieza decisiva, el pivot. Haciendo de Ucrania una “bomba de tiempo geopolítica”, esta configuración estratégica ha justificado el refuerzo de la OTAN en Europa del este, para “resistir a la presión de Rusia” según las declaraciones, a principios de marzo de 2016, del secretario general de la Alianza, Jens Stoltenberg. El 17 de marzo de 2016, A: Carter definió a Rusia como la principal “amenaza mundial” para los Estados Unidos.
Fuente: http://www.mondialisation.ca/maidan-les-derives-fascistes-dune-revolution-anti-russe/5522170