Las pandemias se han inventado para inflar el numero de fallecidos en ellas

Si algo ha quedado claro desde el inicio de la pandemia es que las cifras que han presentado la mayor parte de los países del mundo sobre los muertos por coronavirus son falsas o, por decirlo más finamente, “erróneas”.

También ha quedado claro que con el tiempo los métodos de recuento han ido cambiando sobre la marcha en la mayor parte de los países. Por lo tanto, o bien los datos previos son “erróneos”, o bien lo son los datos posteriores.

Las cifras que proporcionan los diferentes países no son compatibles entre sí porque cada uno de ellos certifica de una manera diferente las muertes que atribuye al coronavirus y cualquier estudiante de instituto, incluidos los epidemiólogos, sabe (o debería) que no se pueden sumar cantidades que no sean homogéneas.

Cuando se suman cantidades heterogéneas, se infla el número de fallecidos, lo cual es insólito porque en todo tipo de desgracias en masa ocurre lo contrario: para no alarmar a la población siempre se rebajan las cifras y se minimizan los daños.

Así ocurre siempre, excepto en las pandemias, donde se verifica el fenómeno inverso. Es la ley número uno de las pandemias: se han inventado para inflar el número de fallecidos en ellas.

En las pandemias una muerte tapa a otra. Como ya hemos expuesto en otra entrada, la legislación (española y autonómica) así lo establece, lo mismo que la propia OMS, que atribuye al coronavirus las muertes resultantes de cualquier enfermedad “clínicamente compatible con un caso Covid probable o confirmado. No puede atribuirse a otra enfermedad y debe contarse independientemente de las condiciones preexistentes del fallecido”.

En la inflación de muertes, los medios de comunicación desempeñan un papel fundamental porque, aunque hubiera un número insignificantes de fallecimientos, su obsesiva visibilización en las pantallas da la impresión contraria.

La muerte vende, sobre todo en los medios de intoxicación. El objetivo de la inflación de muertes y su permanente recuento en las pantallas de televisión no tiene otro objeto que alarmar a la población y, naturalmente, atraer el máximo número de espectadores, convirtiendo a una desgracia en un espectáculo de circo en el que los expertos juegan el papel de payasos.

Cualquiera que sea la cifra de muertes que ha habido en la pandemia, es absolutamente increíble que un Estado moderno no sea capaz de contar el número de fallecidos, pero el hecho es que, a falta de datos, hay que recurrir a un medio indirecto: el exceso de mortalidad de este año en comparación con los anteriores.

Pero el exceso de mortalidad es otro baile de cifras. Las hay para todos los gustos y en España van desde las 25.000 hasta las 50.000, o sea el doble. Da lo mismo una cosa que otra porque el aspecto cuantitativo de los fenómenos interesa a muy pocos. Ante los números los espectadores dan media vuelta.

Con un número insignificante de muertos se puede provocar el mismo efecto de alarma general. Basta repetirlo una y otra vez para que el espectador sospeche que puede ser el siguiente, o quizá sus allegados. De esa manera se transforma en un sujeto temeroso, sumiso, dócil y, en consecuencia, fácilmente manipulable.

Si no hay muertes, las cifras de puede sustituir por “casos”, por “positivos” y por “contagiados” de manera que la fábrica del miedo nunca deje de producir.

Pero esa fábrica no va a parar nunca por sí misma. Alguien tiene que pararla. El problema es que quienes deberían hacerlo se han convertido en los máximos defensores del estado de guerra. Es una auténtica vergüenza.

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