En 1876 el krausista Gumersindo de Azcárate publicaba una serie de artículos en uno de los cuales hacía mención del papel negativo que, a su modo de ver, había desempeñado la intolerancia sobre nuesta cultura. Sus palabras exactas fueron: «Según que, por ejemplo, el Estado ampare o niegue la libertad de la ciencia, así la energía de un pueblo mostrará más o menos su peculiar genialidad en este orden, y podrá darse el caso de que se ahogue casi por completo su actividad, como ha sucedido en España durante tres siglos».
Lo que afirma Azcárate -en La Revista de España– es que cuando el Estado no ampara la libertad no puede darse un desarrollo científico y eso es lo que ha ocurrido en España durante los tres últimos siglos. Esta afirmación que, en principio, carecía de mayor trascendencia -hubo anteriores artículos verdaderamente «duros» a este respecto, como los de Gaspar Núñez de Arce o el matemático y futuro Nobel de Literatura José Echegaray-, al menos Azcárate no se la quiso dar, no pasó inadvertida para otros celosos y vigilantes ojos. Un catedrático de la Universidad de Valladolid, Gumersindo Laverde, escribió a su joven amigo (de veinte años) Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912) haciéndole ver que el aserto de Azcárate constituía una ofensa contra la religión católica a la que acusaba de haber cercenado toda actividad intelectual en España durante los siglos XVI, XVII y XVIII (en realidad, Azcárate estaba pensando en el XVII, XVIII y XIX).Por ello, le instaba a escribir una réplica. Es la llamada «segunda polémica de la ciencia española».
Menéndez Pelayo elabora un trabajo donde no sólo defiende a la Iglesia española, sino que rechaza que la Inquisición hubiera ejercido una acción negativa en el terreno cultural; es más: la defiende como una institución que preservó el espíritu genuino del pueblo español.Como ruido cósmico de fondo estaba la primera polémica habida en 1782 cuando el enciclopedista Masson de Morvilliers, a la pregunta ¿qué se debe a España?, contestaba que la aportación de España a la ciencia era prácticamente nula. Más que un ataque general a España, Masson hacía una crítica a las instituciones feudales absolutistas y al Antiguo Régimen, imperantes en España.Si esta polémica dividió a España, la España instruida, se sobreentiende, entre los renovadores y los partidarios de la tradición, como trasfondo ideológico, la segunda polémica lo hizo entre quienes pensaban, como Manuel de la Revilla, Salmerón, Núñez de Arce, Vidart (militar), que la intolerancia religiosa había asfixiado la actividad intelectual desde el siglo XVI, y quienes, como Menéndez Pelayo, Laverde, Juan Valera, Leopoldo Alas («Clarín») y otros, negaban la mayor, es decir, entre partidarios del progreso, como los krausistas, positivistas y neokantianos, y partidarios de la reacción, como el neotomismo que veía en la escolástica el principio y fin de lo mejor de la intelectualidad española de todos los tiempos; incluso criticaron a Menéndez Pelayo por no condenar el Renacimiento que veían como paganizante.La entrada del darwinismo ya sería el non plus ultra.
Controversias de análogas características tuvieron lugar por las mismas fechas en otras latitudes, no fue un fenómeno privativo de la piel de toro. Pero no hubo eruditos de talla como Menéndez Pelayo que reivindica, sin medias tintas, la intolerancia propia de espíritus valientes (que ratificaría en su «Brindis del Retiro» en 1881 en homenaje a Calderón), el dogmatismo, pues la verdad ha sido revelada por la Providencia, o el rechazo a lo extranjero (krausismo, positivismo), ya que de él vienen los males. Para el montañés (nació en Santander donde también murió con 55 años), ciencia y teología vienen a ser lo mismo, pero aquella subordinada a ésta.
Vayan esta pocas líneas como complemento de las cuatro entregas que hemos ofrecido, entre lo jocundo y lo ditirámbico, para solaz del lector avisado.