El rápido desarrollo de la industria inglesa no hubiera sido posible si Inglaterra no hubiera dispuesto de una reserva: la población numerosa y miserable de Irlanda. Entre ellos, los irlandeses no tenían nada que perder, en tanto que en Inglaterra tenían mucho que ganar; y desde que se supo en Irlanda que en la orilla oriental del canal de St. George todo hombre robusto podía hallar trabajo asegurado y buenos salarios, bandas de irlandeses lo han atravesado cada año.
Se estima que alrededor de un millón de irlandeses han emigrado así a Inglaterra, y que todavía actualmente hay unos 50.000 inmigrantes por año. Casi todos invaden las regiones industriales y en particular las grandes ciudades, constituyendo en ellas la clase más inferior de la población. Hay 120.000 irlandeses pobres en Londres, 40.000 en Manchester, 34.000 en Liverpool, 24.000 en Bristol, 40.000 en Glasgow y 29.000 en Edimburgo. Esas personas, que han crecido casi sin conocer las ventajas de la civilización, habituadas desde temprana edad a las privaciones de todo género, rudas, bebedoras, despreocupadas del porvenir, arriban así, aportando costumbres brutales en una clase de la población inglesa que, a decir verdad, tiene poca inclinación por la cultura y la moralidad. Demos la palabra a Thomas Carlyle (1):
“Se puede ver en todas las calles principales y secundarias, los huraños rostros ‘milesianos’ (2) que respiran la malicia hipócrita, la maldad, el desatino, la miseria y el escarnio. El cochero inglés que pasa en su vehículo lanza al ‘milesiano’ (2) un latigazo; éste lo maldice, tiende su sombrero y mendiga. Él representa el peor mal que este país tenga que combatir. Con harapos y su risa irónica de salvaje, siempre se halla presto a realizar cualquier trabajo que no requiera más que brazos vigorosas y lomos sólidos; y eso por un salario que le permita comprar patatas. Por condimento, le basta la sal; él duerme muy feliz en la primera pocilga o madriguera que encuentra, y su ropa son harapos que el quitárselos y ponérselos constituye una de las operaciones más delicadas posibles y a la cual no se procede sino en los días de fiesta o en ocasiones particularmente favorables. El sajón que sea incapaz de trabajar en tales condiciones, está condenado al paro forzoso. El irlandés, ignorante de toda civilización, desplaza al sajón nativo, no por su fuerza, sino por lo contrario, y se apodera de su puesto. Así vive en su mugre y su despreocupación, en su falsedad y su brutalidad de borracho, verdadero fermento de degradación y desorden. Cualquiera que se esfuerce por subsistir, por mantenerse en la superficie, puede ver aquí el ejemplo de que el hombre puede existir, no nadando, sino viviendo en el fondo del agua… ¿Quién no ve que la situación de las capas inferiores de la masa de los trabajadores ingleses se asemeja cada vez más a aquella de los irlandeses que les hacen la competencia en todos los tratos? Todo trabajo que sólo exige fuerza física y poca habilidad no es pagado según la tarifa inglesa sino a un precio que se aproxima al salario irlandés, es decir, apenas lo necesario para no morir totalmente de hambre. 30 semanas en el año comiendo patatas de la peor calidad, apenas… pero esa diferencia disminuye con el arribo de cada nuevo vapor que viene de Irlanda”.
Aquí Carlyle tiene toda la razón, si se exceptúa la condenación exagerada y parcial del carácter nacional irlandés. Por 4 peniques, los trabajadores irlandeses hacen la travesía hacinados como ganado y se instalan por todas partes. Las peores viviendas son suficientemente buenas para ellos; la ropa es harapienta; ignoran el uso del calzado; su alimentación consiste únicamente de patatas, lo que ganan extra se lo gastan en bebida. ¿Qué necesidad tienen tales seres de un buen salario?
Los peores distritos de todas las grandes ciudades están poblados de irlandeses; por todas partes en que un distrito se señala particularmente por la suciedad y su deterioro, puede esperarse ver que los rostros célticos son mayoría, que al primer vistazo se distinguen de las fisonomías sajonas, y puede escucharse el acento irlandés cantante y aspirado que el irlandés auténtico no pierde jamás. He tenido ocasión de oír hablar el celtoirlandés en los barrios más populosos de Manchester. La mayoría de las familias que viven en sótanos son casi por todas partes de origen irlandés.
En suma, como dice el doctor Kay, los irlandeses han descubierto en qué consiste el mínimo de las necesidades vitales y ahora se lo enseñan a los trabajadores ingleses. Ese desaseo que entre ellos, en el campo, donde la población no se aglomera, no tiene consecuencias demasiado graves, desaseo que resulta una segunda naturaleza para ellos, es verdaderamente una tara horrorosa y peligrosa en las grandes ciudades debido a la concentración urbana.
Del mismo modo que acostumbraba hacerlo en su país, el ‘milesiano’ (2) arroja toda la basura e inmundicias frente a su casa, provocando así la formación de charcas y montones de cieno que enmugrecen los barrios obreros y corrompen la atmósfera. Tal como lo hace en su país, construye su porqueriza junto a su vivienda; y si ello no es posible, el cerdo duerme en la propia habitación. Esta nueva y anormal especie de cría de animales practicada en las grandes ciudades es puramente de origen irlandés. El irlandés es apegado a su cochino como el árabe a su caballo, si es que no lo vende, cuando está cebado para ser matado; por lo demás, come con él, duerme con él, hijos juegan con él montan sobre su lomo y retozan con él en el fango, de todo lo cual se pueden ver mil ejemplos en todas las grandes ciudades de Inglaterra.
Y en cuanto a la suciedad a la incomodidad de las casas, es imposible hacerse una idea. El irlandés no está acostumbrado a los muebles; un montón de paja, algunos trapos absolutamente inservibles como vestido, y esa es su cama. Un trozo de madera, una silla rota, una vieja caja a guisa de mesa, y no necesita nada más; una tetera, unas ollas y escudillas de barro eso le basta para su cocina que sirve a la vez de habitación para dormir y sala.
Y cuando carece de combustible echa mano a todo lo que puede arder: sillas, marcos de puertas, molduras, tablas del piso, suponiendo que las tenga, todo va a parar a la chimenea. Y, además, ¿para qué necesita espacio? En su país, en su cabaña de argamasa y paja, una sola pieza era suficiente para todos los menesteres domésticos; en Inglaterra, la familia tampoco tiene necesidad de más de una pieza. Ese apiñamiento de varias personas en una sola habitación, actualmente tan extendido, ha sido introducido principalmente por la inmigración irlandesa.
Y como es muy necesario que ese pobre diablo tenga al menos un placer, ya que la sociedad lo excluye de todos los demás, se va a la taberna a beber aguardiente. El aguardiente es para el irlandés la única cosa que le da sentido a su vida, el aguardiente y desde luego también su temperamento despreocupado y jovial: he ahí por qué se entrega al aguardiente hasta la embriaguez más brutal.
El carácter meridional, frívolo, del irlandés, su rudeza que lo sitúa a un nivel apenas superior al del salvaje, su menosprecio de todos los placeres más humanos, que es incapaz de disfrutar debido precisamente a su rudeza, su desaseo y su pobreza, son otras tantas razones que favorecen el alcoholismo; la tentación es demasiado fuerte él no puede resistir, y todo el dinero que gana pasa por su gaznate. ¿Cómo podría ser de otro modo? ¿Cómo puede la sociedad que lo pone en una situación tal que se convertirá casi necesariamente en un bebedor, que lo deja embrutecerse y no se preocupa en absoluto de él, acusarlo cuando después se convierte efectivamente en un borracho?
Contra un competidor de ese género es que debe luchar el trabajador inglés, contra un competidor que ocupa el peldaño más bajo de la escala que pueda existir en un país civilizado y que, precisamente por esa razón, se conforma con un salario inferior al de cualquier otro trabajador. Por eso es que el salario del trabajador inglés, en todos los sectores donde el irlandés puede hacerle la competencia, no hace más que bajar constantemente, y no podría ser de otro modo, como dice Carlyle.
Ahora bien, esos sectores son muy numerosos. Todos aquellos empleos que requieren poca o ninguna habilidad se ofrecen a los irlandeses. Desde luego, para los trabajos que exige un larga aprendizaje o una actividad duradera y regular, el irlandés disoluto, versátil y bebedor no sirve. Para convertirse en obrero mecánico (en Inglaterra todo trabajador ocupado en la fabricación de máquinas es un mecánico), para convertirse en obrero de fábrica, tendría primero que adoptar la civilización y las costumbres inglesas, en una palabra, convertirse en primer lugar en objetivamente inglés.
Mas cuando se trata de un trabajo simple, menos preciso, que requiere más vigor que destreza, el irlandés es tan bueno como el inglés. Y por eso tales oficios son invadidos por los irlandeses; los tejedores a mano, los ayudantes de albañil, cargadores, “jobbers” (3), etc., forman legión entre los irlandeses; y la invasión de esta nación ha contribuido, con mucho, en esas ocupaciones, a disminuir el salario y con él a la propia clase obrera.
Y aun cuando los irlandeses que han invadido otros sectores laborales han debido civilizarse, todavía les quedan suficientes vestigios de su antiguo modo de vida como para ejercer una influencia degradante sobre compañeros de trabajo ingleses, para no hablar de la influencia del medio ambiente irlandés mismo. Porque si se considera que en cada gran ciudad, una cuarta o quinta parte de los obreros son irlandeses o descendientes de ellos, criados en la suciedad irlandesa, no es de asombrar que en la existencia de toda la clase obrera, en costumbres, su nivel intelectual y moral, caracteres generales, se halle una buena parte de lo que constituye el fondo de la naturaleza irlandesa, y se concebirá que la situación repugnante de los trabajadores ingleses, resultado de la industria moderna y consecuencias, haya podido ser después de todo envilecida.
Otro factor que ha ejercido una influencia importante sobre el carácter de los obreros ingleses, es la inmigración irlandesa, de la cual ya hemos tratado en igual sentido. Es cierto que la misma, como vemos, de una parte ha degradado a los trabajadores ingleses, privándolos de los beneficios de la civilización y agravando su situación, pero por otra parte ha contribuido a ensanchar la brecha entre trabajadores y burguesía, y acelerar así el acercamiento de la crisis. Porque la evolución de la enfermedad social de la cual sufre Inglaterra es igual que la de una enfermedad física; evoluciona según ciertas leyes y tiene crisis, de las cuales la última y más violenta decide la suerte del paciente. Y como es imposible que la nación inglesa sucumba a esta última crisis, y como debe necesariamente salir de ella renovada y regenerada, hay motivos para alegrarse de todo lo que conduce la enfermedad a su paroxismo. Y la inmigración irlandesa contribuye a ello además por ese carácter vivo apasionado, que ella aclimata en Inglaterra y que aporta a su clase obrera. Por muchos razones, las relaciones entre irlandeses e ingleses son las mismas que aquellas entre franceses y alemanes; la mezcla del temperamento irlandés, más informal, más emotivo, más caluroso, con el carácter inglés, calmado, perseverante, reflexivo, no puede ser a la larga sino beneficiosa para ambas partes.
El egoísmo brutal de la burguesía inglesa hubiera permanecido mucho más arraigado en la clase trabajadora si el carácter irlandés, generoso hasta el derroche, esencialmente dominado por el sentimiento, no hubiera venido a unirse al mismo, de una parte, gracias al cruzamiento entre razas y, de otra parte, gracias a las relaciones habituales, para suavizar lo que el carácter inglés tenía de frío y demasiado racional. Por tanto, ya no nos asombraremos más de saber que la clase trabajadora se ha convertido poco a poco en un pueblo muy diferente a la burguesía inglesa. La burguesía tiene más afinidades con todas las naciones de la tierra que con los obreros que viven a su lado. Los obreros hablan un idioma diferente, tienen otras ideas y concepciones, otras costumbres y otros principios morales, una religión y una política diferente a aquellas de la burguesía. Se trata de dos pueblos distintos, tan distintos como si fuesen de otra raza, y hasta aquí, conocemos una sola de ellas en el continente, la burguesía. Y sin embargo, es precisamente el segundo, el pueblo de los proletarios, el que es con mucho el más importante para el futuro de Inglaterra.
[…]
Los inmigrantes ingleses que hubieran podido elevar el nivel intelectual del pueblo irlandés, se han limitado a explotarlo de la manera más brutal; y mientras que la inmigración irlandesa ha aportado a la nación inglesa un fermento que producirá sus frutos más tarde, Irlanda tiene muy poco que agradecer a la inmigración inglesa.