Desde hace 2.500 años al menos la práctica de la medicina se basa en el juramento hipocrático: la tarea de un médico es curar al enfermo o, por lo menos, conseguir que su estado de salud no empeore. A partir de la Ilustración este principio fue desapareciendo. La medicina no tenía por objeto curar sino saber. El punto de gravedad comenzó a trasladarse del enfermo al médico. El sujeto es el médico y el enfermo es el objeto; por eso se le llama “paciente”.
El cambio se argumentó con una falsa concepción del “progreso científico” que encubría un problema de clase: los experimentos se llevaban a cabo con marginados, como pobres, presos, internados, esclavos, indígenas, prostitutas… Desde el siglo XVIII los médicos llevaron a cabo experimentos con esclavos negros en las colonias europeas, e incluso les inocularon enfermedades deliberadamente, como la viruela. En 1884 Pasteur escribió al emperador de Brasil para pedirle autorización para infectar de cólera a los condenados a muerte con el fin de probar tratamientos médicos en ellos.
En los campos de concentración el fascismo llevó la “nueva medicina” a su máxima expresión. La Unidad 731, creada por Japón en 1932, asesinó a más de 10.000 presos utilizados como cobayas humanas. En 1944 el jefe médico del ejército japonés, Nakamura Hirosato, provocó la muerte de 900 indonesios inyectándoles una vacuna experimental que contenía una toxina tetánica modificada químicamente. El III Reich también llevó a cabo experimentos a gran escala con los antifascistas que encerró en Auschwitz, Buchenwald, Dachau y Natzwzeiler. Los médicos nazis inocularon patógenos a los presos, como el tifus, la fiebre amarilla, la viruela, la fiebre tifoidea, el cólera y la difteria para buscar vacunas o desarrollar tratamientos médicos.
Tras la Segunda Guerra Mundial, veinte médicos y tres nazis fueron acusados de crímenes de guerra y de lesa humanidad y juzgados en Nuremberg. En su defensa, los nazis argumentaron que el juramento hipocrático no se aplica en tiempos de guerra, y que el Estado puede poner los intereses de la ciencia por encima de los del individuo en beneficio de la colectividad. Sin embargo, la sentencia del Tribunal Militar estableció diez criterios para evaluar los experimentos médicos, que hoy se conocen como “Código de Nuremberg”.
La regulación jurídica de los experimentos médicos es consecuencia, pues, de la derrota del fascismo en la Segunda Guerra Mundial. Es tanto interna como internacional y se ha construido históricamente sobre la base del consentimiento libre e informado del sujeto. El artículo 7 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, adoptado por la Asamblea General de la ONU el 16 de diciembre de 1966 establece que “nadie será sometido sin su libre consentimiento a experimentos médicos o científicos”.
La Asociación Médica Mundial, una organización no gubernamental de médicos creada en 1947, aprobó la Declaración de Helsinki en junio de 1964, que reitera el Código de Nuremberg y recuerda la necesidad de prestar un “consentimiento libre, informado y expreso”. Hay decenas de reglamentos parecidos en cada colegio profesional, en los repertorios legislativos de cada país, en las normas de la Unión Europea, como el Convenio de Ovideo, y en los organismos internacionales.
La conclusión es que el médico que realiza un experimento con seres humanos sin obtener su consentimiento previo comete un delito grave.
En 2002 el Tribunal Europeo de Derechos Humanos dictaminó que la imposición de un tratamiento sin el consentimiento del paciente es “una violación de la integridad física de la persona afectada“ y que “las vacunaciones obligatorias como tratamiento médico no voluntario constituyen una injerencia en el derecho al respeto de la vida privada”.
Pero la experimentación médica no acabó en 1945, como ya hemos explicado aquí varias veces. En los años cuarenta y cincuenta el MIT (Instituto Tecnológico de Massachussets) alimentó a niños que padecían problemas síquicos con cereales radiactivos. Hemos explicado el falso tratamiento de negros con sífilis en Tuskegee entre 1932 y 1972, la contaminación de niños discapacitados mentales con hepatitis por parte de dos médicos en la Wilowbrook State School de Nueva York entre 1956 y 1972. Lo mismo cabe decir de los experimentos en 20.000 estadounidenses con talidomida, un sedante responsable de graves malformaciones fetales, que se prolongaron hasta 1961, la inyección de células cancerosas en pacientes ancianos e indigentes en el Jewish Chronicle Disease Hospital de Brooklyn en 1963… La lista es terrorífica y sorprende la facilidad con la que se olvida.
El 8 de abril del año pasado, en plena pandemia, la sentencia Vavricka del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (1) cambió la jurisprudencia sobre este asunto al establecer que la administración de ciertas vacunas se puede hacer de manera obligatoria, que es la práctica ahora vigente. Lo mismo que el servicio militar, algunas vacunas vienen impuestas por las leyes, por lo que se inoculan de manera masiva e indiscriminadamente, incluso desde el nacimiento.
Ahora bien, la sentencia Vavricka se refiere a un caso de 2015 y a unas vacunas ya experimentadas previamente, no a las que están por experimentar, como es el caso de las que se están administrando en la actual pandemia, que sólo han obtenido una autorización “de emergencia” de la Agencia Europea del Medicamento gracias a la ola de histeria que han desatado en el mundo con la pandemia.
La propia Agencia reconoce que concedió la autorización apresuradamente “sobre la base de datos menos completos de lo que normalmente se requiere”, por lo que el fabricante se compromete a “proporcionar datos clínicos completos en el futuro”. Los informes europeos de evaluación emitidos en la Agencia añaden que las empresas farmacéuticas deben “proporcionar los resultados del ensayo principal” en el plazo de dos años.
Por lo tanto, no cabe ninguna duda de que estamos en presencia de un experimento masivo fuera de un laboratorio que no tiene precedentes en la historia de la medicina. Aparte de la incertidumbre relativa a la nueva técnica de ARNm, la Agencia reconoce que “no se han realizado estudios de carcinogenicidad” para la vacuna Moderna y “no se han realizado estudios de genotoxicidad o carcinogenicidad” para las vacunas de Pfizer, AstraZeneca y Johnson & Johnson.
En consecuencia, estas vacunas no se pueden imponer de forma obligatoria.
Ahora cualquiera que haya acudido a un centro de vacunación puede juzgar si el personal sanitario que atiende a los candidatos les pregunta algo, les pide el consentimiento, les informa del caracter experimental de la vacuna que le van a inocular, o si se trata de ganado que espera salir ileso del experimento.
Las empresas no contratan a trabajadores que no se hayan vacunado y pueden despedir a los que ya están en plantilla. Para ello les basta con introducir las vacunas en los planes de “riesgo laboral”. ¿A eso llaman “consentimiento libre” o es un delito de coacciones?
Pregunten a los que exigen la vacunación para matricularse en una escuela, para viajar, para entrar en una tienda o para acudir a un concierto. ¿Eso es consentir o es un chantaje permanente?
En febrero Galicia trató de imponer la vacunación obligatoria y El Confidencial tituló un reportaje: “Llega la Galicia hitleriana” (2). Afortundamente el Tribunal Constitucional lo impidió, al menos de momento.
En mayo Baleares, una comunidad autónoma presidida por Francina Armengol, farmacéutica y del PSOE, aprobó la vacunación obligatoria, aunque sólo para “ciertos colectivos” de trabajadores, que no definió. Otro gobierno “progre” que se lo vuelve a poner en bandeja a Vox, que recurrió el decreto ante el Tribunal Constitucional.
¡Las vueltas que da la vida! Los “progres” imponen normas nazis y los nazis se oponen a ellas. El enredo no es fácil de aclarar.
(1) https://www.boe.es/biblioteca_juridica/anuarios_derecho/articulo.php?id=ANU-L-2021-00000001259
(2) https://www.elconfidencial.com/espana/galicia/2021-02-06/feijoo-galicia-covid-19-antivacunas_2939036/
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