En 1976, cuando la transición balbuceaba torpemente, el ministro de Interior, Fraga Iribarne, dijo “La calle es mía”. Se refería a la policía que operaba bajo sus órdenes. Nadie se podía mover en la vía pública sin pedir permiso a la policía y, al final, las manifestaciones debieron “comunicarse” previamente a “la autoridad competente”.
Ahora HBO estrena una serie de televisión titulada “La ciudad es nuestra”, o sea, de la policía de Baltimore, que sigue el guión de los autores de “The wire”, una de las mejores que se han podido ver en ese formato.
En aquella serie, el periodista David Simon rompió los tópicos de las películas policiacas estadounidenses. No debería ser una sorpresa llevar a la televisión un relato de hechos que son cotidianos en las tareas represivas de cualquier policía, pero “The wire” logró asombrar al espectador con la mayor naturalidad.
20 años después vuelven Baltimore y sus policías, que podía ser cualquier otra ciudad y cualquier otra policía.
En 2015 estallaron en Baltimore graves disturbios a raíz del caso de Freddie Gray, un negro que murió mientras estaba detenido por la policía. Aquel año la tasa de homicidios alcanzó su cifra más alta en dos décadas. En una ciudad de apenas 600.000 habitantes, cada día es asesinada una persona.
En “La ciudad es nuestra” la crítica a la policía es implacable porque la represión no tiene remedio y la corrupción tampoco. Es lo que ocurre cuando otorgas carta blanca a un cuerpo de funcionarios y le das una pistola.
Entonces los medios hablan de “corrupción policial” y a veces de “abusos” o “excesos” de la policía, y para ello es necesario que los atropellos y crímenes salten a los noticiarios. Entonces hay que rebajar la tensión: son los “garbanzos negros” que aparecen en toda colectividad, son la excepción, etc.
Si en lo cotidiano la represión policial es aniquiladora, resulta aún peor cuando se crean esas “unidades especiales”, que acaban llenándose de corsarios ávidos de medallas, ascensos y recompensas. A los policías no les preocupa el delito para nada, sino la opinión de los jefes, que exigen “resultados”. El fin justifica los medios. Las pruebas del delito las fabrica la policía y las afinan luego los jueces.
En la serie, la “unidad especial” de rastreo de armas de la policía de Baltimore revende las drogas confiscadas, extorsiona y se emplea de forma brutal hacia la población. Lo que nació para acabar con el delito, se convierte en delincuente. Las unidades de élite de la policía acaban siendo la élite de la delincuencia, parte integrante del crimen organizado.
La policía jamás ha acabado con ningún delito. No hay buenos ni malos. No hay policías y delincuentes. Ambos forman parte del mismo ecosistema social.
Simplemente comentaros que los inicios de la policía (tal y como está estructurada ahora) allá por el siglo XVII los políticos usaban a los sin techo y sin nada como esbirros para buscar cosas robadas o para robar, que a la postre eran los mismos. De ahí se fue creando una casta de soplones y buscavidas. Este «servicio público» ha ido evolucionando hasta transformar, en dignos representantes a aquellos. El sistema quedaría colapsado sin ellos.