El militarismo moderno está indisociablemente vinculado al imperialismo y al monopolismo. Desde hace un siglo los Estados capitalistas más poderosos se organizan en torno a la guerra y la han convertido en uno de los más prósperos negocios.
Es algo que se ha repetido en numerosas ocasiones, aunque raramente se explican las causas, que se diluyen equiparando a los ejércitos contemporáneos con otros cualesquiera de épocas pasadas.
A lo largo de la historia el papel de los militares en la vida civil y política siempre ha suscitado toda clase de prevenciones, por lo que en tiempos de paz las tropas se han reducido al mínimo y los gastos militares también.
Sin embargo, con la entrada del capitalismo en su fase imperialista, ya no ocurre así. Desde la Primera Guerra Mundial el capitalismo es sinónimo de guerra permanente y de gastos militares crecientes.
Para ello la burguesía tuvo que convertir la guerra en una industria, el llamado complejo militar industrial, importante en la economía no sólo por su tamaño sino porque es puntero en ciencia y tecnología. Hasta la llegada del imperialismo los presupuestos militares se consideraban como gastos, un despilfarro; hoy son inversiones de capital.
Históricamente, la burguesía también renegó de los ejércitos profesionales, incluso en Estados Unidos, tratando de sustituirlos por una milicia civil, e incluso popular, esto es, por el “pueblo en armas”. Se trata, pues, de entender la negación de la negación: de qué manera un fenómeno se transformó en su contrario.
En dicha transformación influyeron una serie de fuerzas (económicas, políticas), algunas de las cuales son conocidas. Pero ahora me interesa poner el acento en una de ellas, la ciencia, representada por el físico Robert Millikan, Premio Nóbel en 1923, para poner de manifiesto la complejidad del fenómeno.
Ni la ciencia ni los científicos están al margen de las clases y de la lucha de clases, por lo que Millikan no es una excepción. Además de físico, era un reaccionario furibundo y un racista consumado que creía en la superioridad de la raza blanca, cuyo mejor exponente era Estados Unidos, el país elegido por dios para gobernar el mundo “manu militari”.
A diferencia de los hipócritas científicos de hoy, Millikan tenía las dos cosas muy claras: la ciencia es poder y es negocio. Durante la Primera Guerra Mundial trabajó en el Ministerio de Defensa y siempre se destacó por su defensa de la aviación, que entonces era incipiente y, desde luego, puramente civil.
En el oscuro mundo de la política y la burocracia militar, Millikan conoció al comandante Henry “Hap” Arnold que trabajaba en una fuerza aérea que, en aquellos tiempos, a duras penas era tal fuerza.
Lo mismo que su “fuerza aérea”, Arnold era un marginado dentro del ejército y su situación empeoró al terminar la Guerra Mundial. Entonces pasó a la empresa privada, convirténdose en un “conseguidor” muy bien relacionado, con un pie en los monopolios y otro en el Estado (y no sólo en su aparato militar).
Por su parte, Millikan se dispuso a poner el CalTech, el Instituto Tecnológico de California, en el que trabajaba, a disposición de la industria aeronáutica, es decir, a unir la ciencia y la enseñanza al capital a través de un ingeniero, Donald Douglas, que tenía una empresa con su nombre y cuyos aviones aún lo llevan también. Millikan y Douglas convirtieron a California en el centro más importante de la aeronáutica mundial, que aún conserva.
El CalTech tenía algunas de las piezas maestras del militarismo moderno (capital, ciencia) pero le faltaba una: el ejército, es decir, el Estado, eso que luego se llamó “el sector público”, que llegó con la crisis capitalista de 1929 y el inicio de una nueva era de intervencionismo económico (capitalismo monopolista de Estado).
Hasta entonces la aviación era propia de aventureros, gente romántica aficionada a la tecnología y a las innovaciones. La mayor parte de los aviones que se fabricaban en California estaban destinados a la exportación. Para dar el salto era necesario el Estado, que llegó a finales de los años treinta de la mano del comandante Arnold convertido en general de la fuerza aérea.
Además del Estado, también era necesaria una guerra, que entonces estaba en ciernes, pero sólo en Europa. Estados Unidos necesitaba meter el hocico en ella para salir de la crisis capitalista con gigantescas inversiones públicas de capital en la industria miitar.
En un país profundamente aislacionista y desconfiado de Europa, la intervención militar era imposible sin un previo lavado de cerebro en masa de la población, una tarea que corrió a cargo de un amigo del general Arnold, Jack Warner, el dueño de los famosos estudios de cine y de buena parte de Hollywood, que comenzó a producir películas bélicas y, sobre todo, de las hazañas de la fuerza aérea.
La Segunda Guerra Mundial, los gastos militares, salvaron a Estados Unidos de la bancarrota, de modo que la fórmula contra las crisis del capitalismo quedó al descubierto. En Estados Unidos el militarismo no es consecuencia de la URSS, la Guerra Fría ni la paranoia atómica sino de que el rearme permanente logró impedir -temporalmente- el hundimiento del capitalismo. Desde 1941 la economía de Estados Unidos no ha podido dejar de matar.
Cuando el general Mattis dimitió en diciembre de su cargo al frente del Pentágono, Trump no recurrió al ejército sino a un capitalista, Patrick Shanahan, para sustituirle. Antes de ocupar su destino, Shanahan tuvo que dimitir de Boeing, la conocida empresa de aviación que es heredera de la vieja Douglas… Para una guerra imperialista no bastan militares sino que también son necesarios “emprendedores” y traficantes de armas.