Con 91 años murió ayer el novelista Ramiro Pinilla, una de las plumas más importantes de la literatura vasca del siglo XX. Había nacido en Bilbao en 1923, un mal momento en un siglo de oscuridad casi total. Su nombre y su obra han pasado desapercibidos porque la cultura siempre ha estado reñida con el fascismo. Es posible que nadie recuerde ahora una entrevista en televisión o una reseña de sus novelas en una revista literaria. Su caso demuestra que en el siglo XX ha existido cultura a pesar del fascismo.
Hace ya más de medio siglo que Pinilla obtuvo el Premio Nadal y el Nacional de la Crítica. En 1971 quedó finalista del Premio Planeta. Antes del fallo le llamaron por teléfono para decirle que había ganado y que debía ir a la gala a Barcelona para recogerlo, momento en el cual se consuma el fraude: el primer premio se lo dan al franquista José María Gironella. Para taparle la boca, aquella noche Lara, el propietario de la Editorial, otro franquista, le dio 5.000 pesetas. Así funciona la cultura que, en una sociedad capitalista es un mercancía como cualquier otra.
Un paralelismo entre Gironella y Pinilla daría para mucho. Precisamente para evitar comparaciones entre ambos, la Editorial Planeta demoró seis meses la publicación de “Seno”, la novela finalista de Pinilla.
Gironella fue quien más novelas vendió con el franquismo. Entonces la gente leía aún menos que ahora y, desde luego, casi nadie guardaba novelas en los armarios de su casa, pero es casi seguro que, si había alguna, era “Los cipreses creen en Dios” o “Un millón de muertos” del autor catalán, que forman parte de la mala conciencia del franquismo sobre la guerra civil y sobre sí mismo.
Por el contrario, los escaparates de las librerías ignoraron a Pinilla, que tuvo que crear su propia editorial, Libropueblo, para vender sus novelas llamando a las puertas de las casas porque en un escritor la autenticidad es aún más importante que la veracidad, una sensación que no se puede fabricar y que está en muy pocos autores: Rosalía de Castro, Luis Cernuda, Miguel Hernández…
Como todos los clásicos, Pinilla siempre estuvo fuera del mercado, las modas, la frivolidad y la superficialidad del momento. Sus novelas son lo que siempre fueron las novelas, el arte de contar historias, aunque en su caso la historia no sea más que una: el fin de una época y el inicio de otra distinta. En sus novelas los personajes se repiten y las localizaciones siempre son las mismas, aunque cambia el paisaje: los caseríos se derriban para dejar sitio a los esqueletos de hierro de los altos hornos o los astilleros.
Hay novelistas (Balzac, Zola, Galdós, Sholojov) en los que se describen las clases y la lucha de clases mejor que en cualquier manual. En Pinilla el motor de la historia asume una forma genealógica, biográfica, en un entorno reducido en lo personal, casi exclusivamente familiar, y en lo geográfico, Getxo, un arenal donde una ría y una época se acaban para romperse, como la Santísima Trinidad, en tres pedazos: la oligarquía, la burguesía nacionalista y el proletariado.
En la posguerra el novelista bilbaino tomó partido, formando parte de aquellos comunistas que en 1947, en las condiciones más difíciles que cabía imaginar, desencadenaron una huelga general a lo largo de la ría, la primera que conoció el franquismo. En sus novelas están presentes aquellos acontecimientos, cuando salir a la calle no era divertido sino que significaba quedarse sin pan para comer, o morir defendiendo una barricada, o acabar en la cárcel de Santoña durante muchos años.
No hace tanto que Anasagasti se permitió el lujo de insultar públicamente a Pinilla y su obra. Como buen garrulo, el senador del PNV no tenía ni puta idea, pero ese es otro retrato de los políticos que padecemos. Hace un siglo Pérez Galdós ya dijo que aquí “la política” es una conjugación del verbo comer. Esto no da para más. Es el momento de comerles o de que nos coman, y me refiero al alimento del cuerpo tanto como al del alma.