A pesar de sus esfuerzos, la policía fue incapaz de mantener el montaje y dejaron pasar tres años antes de empezar a husmear entre los neofascistas. Aún hoy, aunque se ha demostrado la culpabilidad de Ordine Nuovo, siguen existiendo dudas sobre los verdaderos instigadores de estos ataques.
Sin embargo, todos los caminos conducen al mismo punto, lo que hoy llaman “Estado profundo”, guerra sucia, espías e instituciones paralelas que no dudaron en recurrir a los neofascistas para crear un clima propicio a la implacable represión de las organizaciones revolucionarias.
Naturalmente, la prensa desató la correspondiente campaña de histeria para impedir el hundimiento de la democracia cristiana, el partido que había sostenido a Italia desde final de la Segunda Guerra Mundial en 1945, así como su tabla de salvación: el “compromiso histórico”, que es como se llamaba entonces a un posible gobierno de coalición con el PCI, cuya fuerza electoral superaba el 25 por ciento del censo.
En 1969 Italia era un volcán, equivalente a Francia el año anterior. Entre 1966 y 1968 cerca de 10.000 trabajadores y estudiantes fueron condenados por su lucha política. El año siguiente fue escenario de un impresionante número de huelgas de trabajadores, motines en las cárceles y manifestaciones estudiantiles que culminaron en el famoso “otoño caliente” que ha quedado para la historia.
El terrorismo de Estado fue el mecanismo puesto en funcionamiento para frenar aquella marejada. El atentado de Piazza Fontana fue un punto de inflexión en aquel período agitado. Abrió un nuevo ciclo que las doctrinas de la contrainsurgencia estadounidense calificaron como “guerra de baja intensidad”. La represión y el terrorismo de Estado propiciaron la radicalización de las organizaciones populares, lo que llevó a la creación de varias organizaciones armadas, entre ellas las Brigadas Rojas.