El peso específico de la verdad

N. Bianchi

Escribe Engels, ese brontosaurio: «la concepción materialista de la historia parte de la tesis de que la producción, y tras ella el cambio de sus productos, es la base de todo orden social; de que en todas las sociedades que desfilan por la historia, la distribución de los productos y junto a ella la división social de los hombres en clases, es determinada por lo que la sociedad produce y cómo lo produce y por el modo de cambiar sus productos. Según eso, la última causa de todos los cambios sociales [en lo que Antonio Machado discreparía] y de todas las revoluciones no debe buscarse en las cabezas de los hombres ni en la idea que ellos se forjen de la verdad eterna, sino en las transformaciones operadas en el modo de producción y de cambio; han de buscarse no en la filosofía, sino en la economía».

En otras palabras: no es el onanismo mental el que mueve nada, sino el hecho de tener un puesto de trabajo y qué lugar ocupas en la cadena (incluidos los parados). Así, y ya sé que suena mecanicista, pensarás de una manera o de otra. E incluso pensarás que lo que piensas es lo correcto o, en caso de duda, dirás, bueno, vaya, esa es mi «opinión», lo que tranquiliza y te deja muelle, pero, en el fondo, algo te dice que te engañan, que no piensas, sino que-te-piensan- Y eso porque ni te paras ni te-dejan-pararte-a-pensar.

Lo que mueve al mundo es la producción, el trabajo. No lo mueve ni el lujo -lo puede menear y nada más- de la oligarquía ni el dinero negro ni la corrupción ni los «clásicos» Madrid-Barcelona ni la madre que los parió en este podrido sistema capitalista, porque el «sistema» lleva apellido que a veces se olvida. Un sistema (capitalista) que nació chorreando sangre y pudre las conciencias con aquello tan burgués de que «todos tenemos un precio».

Mienten porque no soportan la verdad, una verdad, que, por descontado, se la refanflinfla. La verdad no puede ir desnuda, una desnudez revolucionaria, y es así que, por vergüenza, hubo que vestirse, como se viste la mentira, con el ropaje de las palabras, y saqueando el lenguaje.

Por supuesto, no faltará quien diga, bueno, «esa es tu verdad». Me topé con un «demócrata» que, como vampiro totalitario que soy, me clavó su estaca democrática en mi corazón rojo. Y es que los «demócratas» siempre disparan a «democratizar», igual que los «pacifistas» que siempre disparan a «pacificar».

Buenos días.

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