Robert M. Gates, ministro de la Guerra |
La cuestión es si Libia sería hoy mejor si la OTAN no hubiera liquidado a Gadaffi antes de que él hubiera masacrado a los ciudadanos que apoyaban la democracia. El error no estuvo en deponer a Gadaffi, sino en la ausencia de un plan para el día después. Las tropas norteamericanas debieran haber sido mantenidas en Libia para ayudar…
¿Por qué publicar estos artículos dos días antes del Super Tuesday? El “poder inteligente” no siempre funciona, y Hillary ha cometido errores estratégicos. El presidente llevó al Pentágono a usar sus especiales capacidades militares para detener la temida masacre y, en el plazo de 10 días, ceder la operación a los aliados europeos y árabes. Un anónimo consejero describió este enfoque como “dirigir desde atrás”, manteniendo con los oponentes republicanos del presidente un contacto duradero. Pero Obama estaba decidido a que Libia no se convirtiese en otra prolongada guerra norteamericana. De hecho, su limitado objetivo se alcanzó mucho más rápido de lo planeado. “Básicamente, destruimos las defensas aéreas de Gadaffi y detuvimos el avance de sus fuerzas en tres días”, recuerda Rhodes, el consejero nacional de seguridad.
Pero la misión rápidamente evolucionó desde la defensa de civiles en Bengazi hacia la defensa de civiles allá en donde estuvieran. A medida que la rebelión se incrementaba y los ajenos a ella se hacían combatientes, el fin del juego se hizo aún más nebuloso. Los Estados Unidos y sus aliados se ajustaban cada vez más a uno de los bandos en lucha, sin un debate respecto a lo que este desplazamiento presagiaba. “Yo no recuerdo ninguna decisión específica que dijera ‘bueno, vamos a quitarle’”, dice Gates. Públicamente, decía “se mantenía la ficción” de que el objetivo se limitaba a desactivar el mando y control de Gadaffi. De hecho, el anterior secretario de Defensa dijo que “Yo no creo que pasara día en que la gente esperara no verle al mando en alguno de los centros de control”.
Dos de los principales consejeros de Clinton dijeron en entrevistas que albergaban dudas sobre la intervención, precisamente debido a los temores de que la coalición no seria capaz de detener algún cambio de régimen, sin ninguna posibilidad de manejar los resultados. Uno era Gordon, secretario asistente. El otro era Jeremy Shapiro, que se encargaba de Libia en el equipo de planificación de Clinton. Shapiro expresó sus preocupaciones al principal consejero de Clinton, Sullivan. “Una vez que te metes en una pelea en donde esencialmente decimos que ‘tenemos que detener a un loco para que no mate a decenas de millares de personas en su país’ ¿Cuándo paras?”. “Al final, la lógica se convierte en algo así como, Díos mío, el régimen de Gadaffi es una amenaza para los civiles”, añade. “No se requiere mucho para ir contra esto. Lo difícil hubiera sido lo contrario”.
Consideraciones militares de tipo práctico complicaron también la estrategia de Obama. Aunque sus orientaciones fueron que los Estados Unidos proporcionaran solamente aquellas capacidades que los aliados no poseían, no fue exactamente así: un continuo suministro de municiones de precisión, de combate y de búsqueda, rescate y vigilancia, según Petraeus.
En abril, el presidente autorizó el uso de drones y según un jefe rebelde, agentes de la CIA visitaron los campamentos rebeldes, “proporcionándonos interceptores de los movimientos de tropa de Gadaffi”. La escalada iba en contra de los deseos de Obama, y lo admitió contra sus convicciones, según Ross, antiguo funcionario del Consejo Nacional de Seguridad. Según él, Clinton estaba menos preocupada por el hecho de que “cada paso nos llevaba más hacia una pendiente resbaladiza”. “Su opinión era que no podíamos fallar en esto. Una vez decidido no podemos fallar”.
Cuando Jibril y sus acompañantes libios aparecieron en Roma en mayo para entrevistarse con Clinton, esperaban un encuentro de 10 minutos. Por el contrario, hablaron durante una hora. Los líderes de la oposición la habían proporcionado un informe estableciendo un futuro espectacular. Los partidos políticos competirían en elecciones abiertas, unos medios informativos libres apoyarían a líderes presentables y se respetarían los derechos de la mujer.
Retrospectivamente, Jibril reconocería que en una entrevista que era una “idea utópica”, bastante alejada de la realidad libia. Pero Clinton se había mostrado entusiasta, según los presentes, y ahora quería hablar con mayor profundidad sobre como hacer realidad aquellas visiones. “Ella dijo, y lo recuerdo muy bien, ‘Hagamos una tormenta de ideas sobre Libia’”, decía Mahmud Shammam, el portavoz del consejo rebelde. Los líderes de la oposición querían algo más inmediato. Querían armas. Pese a centenares de ataques aéreos, la lucha estaba estancada. Siempre que los rebeldes ganaban algo de terreno, las fuerzas gubernamentales lo recuperaban. Los rebeldes parecían incapaces de superar Brega, un puerto petrolífero en el camino a Trípoli, y esperaban que armas más sofisticadas de los norteamericanos inclinarían el balance. La Secretaria de Estado les estuvo escuchando. “Fue “muy paciente, muy agradable”, dice Shammam. “Siempre tenía una sonrisa”. Al final, sin embargo, lo rechazó.
Pero de regreso a Washington, en donde se estaba creando un cierto pánico sobre la parálisis de la guerra, Clinton defendió la causa de los rebeldes, según tres funcionarios de la Casa Blanca y del departamento de Estado que intervinieron en el debate secreto. La implicación militar norteamericana que Clinton había esperado finalizar en diez días se extendía durante meses, y el apoyo político estaba desapareciendo. Algunos miembros del Congreso estaban indignados por no someterse a la aprobación después de 60 días, tal y como la War Powers Act parecía exigir. Algunos antiguos partidarios de la intervención, incluyendo a Laughter, antiguo director de planificación de la Secretaria, se habían ido desilusionando respecto a los abusos contra los derechos humanos de los rebeldes. “No intentamos proteger a los civiles partidarios de Gadaffi”, había dicho Slaughter, quien había propuesto un acuerdo en el cual el coronel Gadaffi hubiera cedido el poder a uno de sus hijos.
La coalición internacional que Hillary Clinton había reunido estaba también fragmentándose. Rusia acusó a los Estados Unidos y a sus aliados de timadores, y la Liga Árabe hizo un llamamiento a un alto el fuego y a un acuerdo. “El cambio de régimen no era asunto nuestro en absoluto”, dijo en una entrevista Amr Moussa, que encabezaba la organización en aquel tiempo.
“Hubo un momento, sobre junio o julio”, recuerda Shapiro, el consejero del Departamento de Estado, “en que la situación sobre el terreno parecía paralizarse, y no estábamos seguros de que fuéramos a ganar, o a ganar lo suficientemente rápido”. Además, la estrategia norteamericana de dejar a otros países armar a la oposición era contraproducente, creando un desequilibrio regional que dañaría a Libia si los rebeldes ganaban.
Durante la primavera, la Administración Obama había mirado para otro lado cuando Qatar y los Emiratos Árabes Unidos proporcionaron a los rebeldes material de guerra, según Gates y otros. Pero Clinton había ido aumentando su preocupación, porque especialmente Qatar enviaban armas solamente a algunas facciones rebeldes: las milicias del sur de Misurata y algunas brigadas Islamistas.
Difícilmente podía Clinton pedir a Qatar la suspensión del envío si los Estados Unidos no iban a proporcionar ayuda, dijo un consejero del Departamento de Estado, “porque su respuesta sería ‘bien, pues estos chicos necesitan ayuda, y ustedes no se la dan’ “El punto de vista de Hillary Clinton, frecuentemente comunicada a su equipo, era que para tener influencia entre las fracciones de la oposición y los aliados árabes, había que tener ‘la piel en el juego’”, decía Ross.
El antiguo presidente Bill Clinton había declarado públicamente en abril de 2011 que los Estados Unidos no debieran abandonar el armamento de la oposición, y en correos a Sullivan, su consejero, su esposa mencionaba a contratistas privados que pudieran hacer el trabajo. Ross, hablando en términos generales, comentaba que ella frecuentemente consultaba a su marido.
Ahora, Clinton adoptó lo que un alto consejero denominó “el lado activista” del debate, respecto a la oposición a que Qatar armase a los rebeldes. Recuerda Ross que sus argumentos eran que “si no lo hacemos, suceda lo que suceda, nuestras opciones se hundirían, nuestra influencia se hundiría, y por consiguiente nuestra capacidad de cambiar cosas se hundiría también”.
Pero otros funcionarios eran cautelosos. El mando supremo de la OTAN, almirante James G. Stavridis habló al Congreso de “indicios” de Al Qaeda en el interior de las fuerzas opositoras. Donilon, consejero nacional de seguridad de Obama, alegó que la administración no podía asegurar que armas destinadas a los “denominados buenos chicos”, como los llamó un funcionario del Departamento de Estado, no cayesen en manos de los islamistas extremistas.
De hecho, había razones para preocuparse. El mismo Jibril describió en una entrevista cómo un cargamento francés de misiles y cañones se habría desviado, y como en un encuentro en junio el presidente Sarkozy estuvo de acuerdo en “pedir a nuestros amigos árabes” proveer con armas al Consejo Nacional de Transición. Pero, como dijo, el que entonces fungía como ministro de defensa, los desvió a una milicia dirigida por Abdel Hakim Belhaj, militante islamista que en su tiempo estuvo prisionero en una cárcel secreta de la CIA.
Clinton conocía los riesgos, pero también sopesó los costes de no actuar, según dijeron los consejeros. Le describieron como “cómoda” actuando a su manera sin tener seguridad de los resultados.
Al final, Obama adoptó su posición favorable, según los funcionarios de la administración que describieron los debates. Tras firmar un documento secreto convocando un gabinete presidencial, se aprobó una operación encubierta, incluyendo una lista de armamento. Los envíos y barcos fletados por los Estados Unidos y otros países occidentales llegaron generalmente a través del puerto de Bengazi y de los aeropuertos en el este de Libia, declaró un comandante de los rebeldes.
“Llegamos a hablar de Humvees, radares antiartilleros y misiles antitanques” recuerda un funcionario del Departamento de estado. “Por fin les estábamos proporcionando armas. Cruzamos la línea”. En parte impulsado por la decisión de armar a los rebeldes, el departamento de Estado reconoció al Consejo Nacional de Transición “como la autoridad gubernativa legítima en Libia”. Clinton anunció esta decisión el 15 de julio en Estambul.
“Aquel mismo día, nuestras tropas comenzaron a entrar en Brega”, recuerda Shammam. “Se lo dijimos a Clinton, y dijo, sonriendo ‘¡Bien!, es el único lenguaje que entiende Gadaffi’”.
Un mes más tarde, la Secretaria Clinton aparecía en la Universidad de Defensa Nacional con Leon Panetta, que había reemplazado recientemente a Gates como Secretario de Defensa. Ella alabó la intervención como un ejemplo de “poder inteligente”. “Por primera vez, ha entrado en acción una alianza OTAN-árabe, llevando a cabo acciones de ataque”. “Esta es exactamente la clase de mundo que queremos ver, en donde los demás no están al margen, mientras los Estados Unidos cargan con los costes, mientras cargamos con los sacrificios”. Panetta habló de que “se notaba que los días de Gadaffi estaban contados”.
Seis días después, el 22 de agosto, los esfuerzos acumulativos de la coalición internacional dieron sus frutos cuando unos rebeldes entusiasmados irrumpieron en los dominios de Gadaffi en Trípoli. El dictador aún estaba libre, pero su reino había terminado.
El viejo amigo de Clinton y consejero político, Sidney Blumenthal, que regularmente le enviaba orientación política e informes de la inteligencia sobre Libia, la urgió a capitalizar la caída del dictador. “Brava”, exclamó Blumenthal. Como siempre, pensaba en las ambiciones presidenciales de Clinton. “Tienes que ponerte delante de la cámara. Tienes que figurar en el registro histórico de este momento”. Debía de sentirse segura al emplear la frase “estrategia exitosa”, escribió. “Estás vengada”.