Para entenderlo mejor recordemos el caso del diario «Madrid» que pasaba por formar parte de una cierta oposición al franquismo y acabó siendo literalmente demolido en 1971; no sólo el diario sino hasta el edificio que lo albergaba. El caso demuestra claramente que en aquellos tiempos había muchas más contradicciones de lo que algunos creen. Los viejos se acordarán de la diferencia que había entre periódicos tan diferentes como Arriba, Ya, Pueblo o Informaciones.
Era el «pluralismo fascista», un ejemplo de lo que algunos califican sofisticada pero erróneamente como «contradicciones interburgueses» y que no son hoy otra cosa que competencia monopolista. Lo que ocurre es que en ese punto la confusión reaparece, porque hay quien cree que eso es cosa de los mercados, de la economía, que poco tiene que ver con la política. Con esa separación artificial y antimarxista llegan a la conclusión de que la burguesía necesita «democracia» para resolver sus contradicciones internas, mientras que utiliza la «dictadura» frente a la clase obrera. Por eso califican a la democracia como burguesa y sostienen que la burguesía, o sea, los monopolistas, resuelven sus conflictos democráticamente. El caso del diario Madrid demuestra que no es así, hasta tal punto que su promotor, Calvo Serer, se tuvo que exiliar en París, a pesar de que ser un miembro destacado del Opus Dei. Esa es una de las formas en que se resuelve hoy la competencia monopolista que, como se ve, no tiene nada de democrática.
En aquellos tiempos en materia audiovisual sólo existía lo público, TVE, luego llegó lo privado por varias razones que confluyeron, de las que destacaremos dos. Primero, el desarrollo de las fuerzas productivas y de la publicidad, que convirtió en rentable la explotación de comercial de las cadenas. Segundo, la necesidad de lavar al cara al fascismo, acabar con las viejas cabeceras y los viejos periodistas. Del maquillaje forman parte los nuevos partidos políticos porque en las elecciones no sólo juegan ellos sino que juega sobre todo la televisión, la radio y los periódicos.
En los medios la competencia monopolista no sólo se intensificó sino que cambió de forma, involucrando a la banca y al propio Estado, lo que desmiente varios tópicos corrientes, como la teoría del neoliberalismo. Por ejemplo, el gobierno del PSOE subastó 21 de los 27 diarios que en los ochenta todavía permanecían bajo la tutela del Estado. Las subastas no beneficiaron a las tradicionales familias periodísticas sino a nuevos monopolios que entraban al mercado como Prisa, Zeta y el Grupo 16.
Luego el PSOE asignó las frecuencias de la radio y en 1989 concedió las primeras licencias de televisión privada, que supusieron la creación de los nuevos canales de televisión:
– Tele5: Berlusconi (Fininvest), ONCE, Anaya,
– Antena3: Godó, Prensa Española, Grupo Correo
– Canal+: Prisa, BBV, Banesto (hoy Banco de Santander)
El proceso de privatización fue aparente, un aspecto del fenómeno, pero no el fenómeno mismo. Confirmó el acierto de la tesis leninista acerca de las nuevas relaciones que bajo el monopolismo se establecen entre lo público y lo privado, mucho más estrechas, como lo demuestra la relación de los medios con los partidos políticos en las nuevas condiciones de la transición. Desde 1982 el objetivo del PSOE fue el de consolidar un poderoso grupo audiovisual (Prisa, diario El País, Radio El País) estrechamente ligado a su partido.
Tampoco había nada nuvo. El origen de Prisa está en el franquismo, cuando Polanco tenía una modesta empresa de edición de libros escolares llamada Santillana. La ley fascista de educación de 1970 fue su oportunidad. Al cambiar los planes de estudio, Polanco obtuvo información privilegiada de su peón en el Ministerio, el subsecretario Ricardo Díaz Hochleitner, que le sopló la manera en que los libros de texto se tenían que adaptar a la nueva ley.
Entre otros cargos, Díaz Hochleitner también ostenta el de presidente honorario del Club de Roma. El primer director de El País Juan Luis Cebrián era hijo del periodista franquista Vicente Cebrián. Comenzó su carrera como Director de los Servicios Informativos de la TVE franquista de la mano de Fraga.
Otros dirigentes de Prisa estaban hechos de la misma factura fascista. Por ejemplo su abogado, Córdoba, había sido fiscal del Tribunal de Orden Público. En suma, así era el grupo que el PSOE asoció a su proyecto político en los ochenta. Pero además de Sogecable, en la televisión el brazo de Prisa fue algo novedoso en España, un canal de pago: Canal+ (hoy la Cuatro). Pues bien, en 2004 fue nombrado presidente de Sogecable un reconocido fascista como Martín Villa para confirmar que en el PSOE y sus alrededores tampoco había nada nuevo, nada distinto del fascismo sino socialfascismo.
No cabe duda, pues, de que en la transición los medios, lo mismo que el fascismo, tampoco cambiaron absolutamente nada. Lo que cambiaban eran las condiciones, la manera de repartirse un pastel que prometía ser muy goloso y sobre el que los buitres no llegaron a un acuerdo, lo que desencadenó una verdadera guerra que -como tantas otras- ha quedado fuera de la memoria histórica. Esa guerra entre los monopolistas fue absolutamente ajena a las más elementales reglas de la democracia, incluidas las de la democracia burguesa. Más que sucia fue una guerra repugnante.
Los motivos son obvios: ningún monopolio puede dejar que su posición dominante quede a merced de una votación, cualquiera que sea (salvo que la pueda ganar). Por ejemplo, para que Telefónica pudiera desembarcar en las televisiones privadas con la compra de un paquete de acciones de Antena 3 TV, el gobierno tuvo que cambiar la legislación de la noche a la mañana, sin debate parlamentario.
Se produjeron espectáculos tan dantescos como la grabación y difusión clandestina en 1997 del vídeo sexual del director de El Mundo Pedro J.Ramírez con una prostituta. Se abrió la llamada «guerra del fútbol» en la que el gobierno del PP declaró aquel año las retransmisiones televisivas «de interés nacional». Fue una lucha sin cuartel en la que no faltó nadie: partidos políticos, bancos, monopolios, autonomías, la Liga de Fútbol Profesional, las productoras de cine, la Unión Europea…
No hubo chantaje ni instrumento de presión al que los monopolios no recurrieran, incluido uno de los favoritos en España: las querellas en los juzgados, que fueron a parar a la Audiencia Nacional como si de bandas armadas se trataran. Todo empezó cuando un ultraderechista como Jaime Campmany, director de la revista Época, denunció a sus colegas socialfascistas de Prisa por un fraude contable de 23.000 millones de las antiguas pesetas.
Así nacía el llamado «caso Sogecable» que acabó -como tantos otros- explotando en las manos del juez de la Audiencia Nacional Gómez de Liaño, que creía a pies juntillas en eso de que «el que la hace la paga». Pero la teoría fascista se llama «agua de borrajas». No solamente los cabecillas de Prisa no se sentaron en el banquillo sino que llevaron al banquillo al mismo juez. El único delincuente era él. Para ello contaron la inestimable ayuda de Garzón, un amigo de Liaño, al quien traicionó. Los fascistas y los monopolistas no tienen amigos; sólo socios.
La lucha monopolista se trasladó a un tribunal fascista en el que los jueces fascistas que formaban parte de él fueron tan independientes que también acabaron salpicados, lo mismo que la cúpula judicial, empezando por las asociaciones de jueces, la fiscalía, el Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal Supremo.
En 1997 el caso Sogecable demostró lo mismo que el diario Madrid había demostrado 25 años antes: la naturaleza fascista de este Estado.
Hace tiempo que Trevijano reconoció que él mismo urdió el cierre del Diario Madrid porque estaban en la ruina y que la voladura del edificio no tenía nada que ver con el gobierno, pero que él uso las fotos de forma propagandística.
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