Ecce Mono

N.B.

El trabajo es la fuente de toda riqueza, afirman los especialistas en Economía política. Lo es, en efecto, a la par que la naturaleza, proveedora de los materiales que él convierte en riqueza. Pero el trabajo es muchísimo más que eso. Es la condición básica y fundamental de toda la vida humana. Y lo es en tal grado que, hasta cierto punto, debemos decir que el trabajo ha creado al propio hombre.

Hace muchos centenares de miles de años, vivía en algún lugar de la zona tropical una raza de monos antropomorfos. Darwin decía que estaban totalmente cubiertos de pelo, tenían barba, orejas puntiagudas, vivían en los árboles y formaban manadas. Es de suponer que fue como consecuencia directa de su género de vida, por lo que las manos, al trepar, tenían que desempeñar funciones distintas a las de los pies (*), de modo que estos monos se fueran acostumbrando a prescindir de ellas al caminar por el suelo y empezaron a adoptar más y más una posición erecta. Fue el paso decisivo para el tránsito del mono al hombre. Todos los monos antropomorfos que existen hoy día pueden permanecer en posición erecta y caminar apoyándose únicamente en sus pies; pero lo hacen sólo en caso de extrema necesidad y, además, con suma torpeza. Caminan habitualmente en actitud semierecta, y su marcha incluye el uso de las manos.

La mano no es sólo el órgano del trabajo; es también producto de él. Pero la mano no era algo con existencia propia e independiente. Era únicamente un miembro de un organismo entero y sumamente complejo. Primero el trabajo, luego y con él la palabra articulada, fueron los dos estímulos principales bajo cuya influencia el cerebro del mono se fue transformando gradualmente en cerebro humano. Y a medida que se desarrollaba el cerebro, desarrollábanse también sus instrumentos más inmediatos: los órganos de los sentidos.

El trabajo comienza con la elaboración de instrumentos. Son instrumentos de caza y de pesca; los primeros utilizados también como armas. Pero la caza y la pesca suponen el tránsito de la alimentación exclusivamente vegetal a la alimentación mixta, lo que significa un nuevo paso de suma importancia en la transformación del mono en hombre. El consumo de carne ofreció al organismo los ingredientes más esenciales para su metabolismo. Con ello acortó el proceso de digestión y otros procesos de la vida vegetativa ahorrando así tiempo, materiales y estímulos para que pudiera manifestarse activamente la vida propiamente animal. Y cuanto más se alejaba el hombre en formación del reino vegetal, más se elevaba sobre los animales.

Pero donde más se manifestó la influencia de la dieta cárnica fue en el cerebro. Debemos reconocer -y perdonen los señores vegetarianos- que no ha sido sin el consumo de la carne como el hombre ha llegado a ser hombre. El consumo de carne en la alimentación significó dos nuevos avances de importancia decisiva: el uso del fuego y la domesticación de animales. El primero redujo aún más el proceso de la digestión, ya que permitía llevar a la boca comida, como si dijéramos medio digerida; el segundo multiplicó las reservas de carne. La domesticación de animales también proporcionó, con la
leche y sus derivados, un nuevo alimento, que en cuanto a composición era por lo menos del mismo valor que la carne.

El hombre, que había aprendido a comer todo lo comestible, aprendió también a vivir en cualquier clima.

Gracias a la cooperación de la mano, de los órganos del lenguaje y del cerebro, no sólo en cada individuo, sino también en la sociedad, los hombres fueron aprendiendo a ejecutar operaciones cada vez más complicadas, a plantearse y a alcanzar objetivos cada vez más elevados. El trabajo mismo se diversificaba y perfeccionaba de generación en generación extendiéndose cada vez a nuevas actividades. A la caza y a la ganadería vino a sumarse la agricultura, y más tarde el hilado y el tejido, el trabajo de los metales, la alfarería y la navegación. Al lado del comercio y de los oficios aparecieron, finalmente, las artes y las ciencias; de las tribus salieron las naciones y los Estados. Se desarrollaron el Derecho y la Política, y con ellos el reflejo fantástico de las cosas humanas en la mente del hombre: la religión.

El rápido progreso de la civilización fue atribuido exclusivamente a la cabeza, al desarrollo y a la actividad del cerebro. Los hombres se acostumbraron a explicar sus actos por sus pensamientos, en lugar de buscar ésta explicación en sus necesidades (reflejadas, naturalmente, en la cabeza del hombre, que así cobra conciencia de ellas). Así fue cómo, con el transcurso del tiempo, surgió esa concepción idealista del mundo que ha dominado el cerebro de los hombres, sobre todo desde la desaparición del mundo antiguo, y que todavía lo sigue dominando hasta el punto de que los naturalistas de la escuela darviniana más allegados al materialismo son aún incapaces de formarse una idea clara acerca del origen del hombre, pues esa misma influencia idealista les impide ver el papel desempeñado aquí por el trabajo. Los animales también modifican con su actividad la naturaleza exterior, aunque no en el mismo grado que el hombre. En la naturaleza nada ocurre en forma aislada. Cada fenómeno afecta a otro y es, a su vez, influenciado por éste.

Sin embargo, no nos dejemos llevar del entusiasmo ante nuestras victorias sobre la naturaleza. Después de cada una de estas victorias, la naturaleza toma su venganza. Los hombres que en Mesopotamia, Grecia, Asia Menor y otras regiones talaban los bosques para obtener tierra de labor, ni siquiera podían imaginarse que, al eliminar con los bosques los centros de acumulación y reserva de humedad, estaban sentando las bases e la actual aridez de esas tierras. Los que difundieron el cultyivo de la patata en Europa no sabían que con este tubérculo farináceo difundían a la vez la escrofulosis.

Cada día aprendemos a comprender mejor las leyes de la naturaleza y a conocer tanto los efectos inmediatos como las consecuencias remotas de nuestra intromisión en el curso natural de su desarrollo. Y cuanto más sea esto una realidad, más sentirán y comprenderán los hombres su unidad con la naturaleza, y más inconcebible será esa idea absurda y antinatural de la antítesis entre el espíritu y la materia, el hombre y la naturaleza, el alma y el cuerpo, idea que empieza a difundirse por Europa a raíz de la decadencia de la antigüedad clásica y que adquiere su máximo desenvolvimiento en el cristianismo.
 

Vamos poco a poco aprendiendo a conocer las consecuencias sociales indirectas y más remotas de nuestros actos en la producción, lo que nos permite extender también a estas consecuencias nuestro dominio y nuestro control. Sin embargo, para llevar a cabo este control se requiere algo más que el simple conocimiento. Hace falta una revolución que transforme por completo el modo de producción existente hasta hoy día y, con él, el orden social vigente.

(*) Manos, pies, en realidad, el mono antropomorfo, era cuadrúmano y no cuadrúpeto (N. B. ).  (Extractos de ‘El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre’, de F. Engels) (Las negritas son mías. N. B.)

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