Pocos conocimientos ancestrales están tan incorporados a nuestro lenguaje como los astrológicos. Cuando chocamos con otro vehículo decimos que nos hemos estrellado (de las estrellas). Si hemos padecido una calamidad hablamos de un desastre (de los astros). Si alguien no está en sus cabales decimos que es un lunático (de la Luna). Como se ve, la mayor parte de las expresiones de origen astrológico denotan malos augurios, pero si un actor sobresale se convierte en un «astro» o en una «estrella».
Kepler, el fundador de la astronomía, era un astrólogo, lo mismo que otros científicos de aquella época. En una carta que le escribió en 1599 a Mästlin, su profesor, se definió a sí mismo como un «astrólogo luterano». Su biografía es un exponente de que la ciencia no se reduce a los científicos, ni siquiera a los más sobresalientes. Si no todo lo que hacen los músicos es música, tampoco podemos tomar por ciencia todo lo que digan los científicos, y mucho menos lo que digan de sí mismos.
En el Renacimiento la astrología estaba considerada como una ciencia exacta y a veces se la llamaba «matemática celestial». Cuando en 1594 Kepler se incorporó a la enseñanza de matemáticas en la escuela protestante de Graz (Austria), una parte de la asignatura se dedicaba al zodiaco y la confección de horóscopos. En su primer año como profesor, Kepler redactó un almanaque con tres profecías astrológicas que se cumplieron puntualmente: el invierno iba a ser extremadamente frío, los turcos invadirían Austria y habría un levantamiento popular.
Kepler se hizo famoso y el general Albrecht von Wallenstein le pidió que le hiciera su propio horóscopo. El astrólogo se puso a ello y lo interrumpió en 1634 con la profecía de un suceso violento, que también adivinó: Wallenstein fue asesinado el 24 febrero de aquel año.
Por su título, «Mysterium Cosmographicum» (Los misterios del cosmos), es evidente que la primera obra que publicó Kepler es a la vez ciencia y esoterismo. Tan pronto se convierte en el primer defensor de la nueva teoría de Copérnico, como afirma que en los movimientos armónicos de los astros hay un mensaje divino que el hombre tiene que descifrar.
Escribió tres obras sobre esta materia: «De fundamentis astrologiae» (en 1601), «Tertius interveniens» (en 1610) y «Astrologicus» (en 1620). Además, en San Petersburgo, donde se conservan sus manuscritos, hay más de 800 horóscopos redactados por él. Cuando en 1602 sucedió a Tycho Brahe como astrónomo imperial, el cargo comprendía la realización de horóscopos, especialmente centrados en la predicción de acontecimientos meteorológicos (aguaceros, sequías, granizo, huracanes, heladas), que afectaban a la agricultura y a la navegación maritíma y que, a su vez, dependían de las constelaciones y el alineamiento de los astros y los planetas en el firmamento.
Si la ciencia fuera tan distinta de una ideología, como la astrología, a la que se la califica hoy de seudociencia, ¿cómo es posible que ambas convivan en la misma obra de pensadores tan reputados como Kepler? Si una cosa (astronomía) y su contraria (astrología) aparecen unidas a lo largo de la historia, de las biografías y de los escritos, ¿quién se cree autorizado para separarlas?, ¿cómo separarlas? Los inquisidores del siglo XVII, lo mismo que los inquisidores de hoy, lo hacen por decreto, al estilo del que promulgó Colbert, ministro de Luis XIV, en 1666. A partir de entonces la enseñanza de la astrología se prohibió en las universidades francesas. ¿Necesita la ciencia la ayuda de la censura académica para salir adelante?
Una buena parte de los restos arqueológicos de las más antiguas civilizaciones humanas son astrológicos. La astrología es anterior a cualquier religión y las primeras religiones veneraban a los astros del cielo. Todavía hoy algunos planetas llevan los nombres de viejos dioses paganos. Hace 7.000 años la astrología creó las primeras unidades de medida del tiempo, los primeros relojes, la vara solar, y los calendarios solares. En los países islámicos miden el tiempo sólo con las fases lunares, habiéndose convertido la media luna y la estrella en el símbolo del Imperio Otomano y luego de los países de religión islámica, desde el Sáhara hasta Malasia.
La medida más conocida del tiempo son los calendarios y almanaques. La palabra almanaque procede del árabe y significa «ciclo anual». El primero que se conserva impreso data de 1475 y fue elaborado por el astrólogo Regiomontano. Los viejos almanaques se han reproducido durante siglos hasta hace muy pocos años. Además del calendario, incluían el santoral, las romerías y fiestas religiosas, el zodiaco, las fases lunares, los eclipses, las previsiones meteorológicas, los pronósticos agrícolas, poesías, refranes e incluso cuentos populares. Algo tan característicamente científico como es la medición, la transformación de lo cualitativo en cuantitativo, aparecía entremezclado con un sinfín de creencias, costumbres y celebraciones populares.
La astrología nunca tuvo nada que ver con la superchería, que hoy es su imagen de marca. Lo mismo que la medicina tradicional, fue una confusa acumulación de conocimientos profundamente arraigados entre los que siempre fue difícil discernir la verdad de la mentira y de lo que está entre ambas. La ciencia peca por exceso; no es consciente de sus propias limitaciones internas. Reconoce lo que no sabe, pero no lo que cree que sabe, lo cual es un vicio muy arraigado: alardear de aquello que se ignora, lo que alcanza su paroxismo en la ideología dominante, es decir, en ese montón de tópicos y vulgaridades, que se repiten a cada paso y son tanto más soberbios en cuanto todos (la mayoría) los tienen por ciertos.
¿De qué manera Kepler logró el desdoblamiento entre una ideología y una ciencia? De varias maneras, una de las cuales fue la autocrítica, que es la esencia misma de la ciencia. Un saber es científico porque se critica a sí mismo, se pone en cuestión, busca sus limitaciones internas y las vuelve conscientes. Es la manera en la que se desarrolla, mientras que cualquier otra forma de conocimiento acrítico, como la fe, se estanca. Kepler fue el científico que llevó a cabo esa autocrítica, iniciando la reconversión de un cúmulo abigarrado de saberes inconexos en una ciencia.
La tarea que emprendió Kepler empezó desde dentro, justamente al contrario de lo que hoy hacen quienes separan a la astrología de la astronomía. La ciencia se critica a sí misma. A partir de lo que sabía (y de lo que creía saber) Kepler creó una ciencia y con ella un método científico absolutamente riguroso.
Ahora bien, la ciencia no sólo procede de un desdoblamiento de la ideología sino que conduce a otro desdoblamiento. Si la vieja astrología estaba repleta de creencias fantásticas, la nueva astronomía tiene las suyas propias. El big bang no es una hipótesis mejor que el horóscopo de esa revista barata que está en la mesilla de la recepción del dentista, y cuando la autocrítica no aparece por ninguna parte todo vuelve a ser superchería envuelta en ecuaciones diferenciales.