Foto policial de Juan Martín Luna |
Hasta 1982 en España nunca se había producido un abismo tan grande entre la política subterránea de los “poderes fácticos” que llevaron al golpe de Estado y al PSOE al gobierno, y la efervescencia popular por un cambio real y una mejora en las condiciones de vida y trabajo que permitieron al PSOE recaudar más de diez millones de votos. La mitad de los votantes votaron al PSOE.
Como consecuencia de esa situación paradójica que rodeó a aquellas elecciones, los GRAPO propusieron una tregua unilateral para que el nuevo gobierno pudiera poner en marcha el programa electoral que había prometido, especialmente, la salida de la OTAN, es decir, que su actividad armada no se pudiera convertir en la típica excusa que siempre encuentran.
Pero el PSOE no tenía ninguna intención de cumplir absolutamente ninguna de sus promesas, sino más bien hacer todo lo contrario, lo que demostró desde el primer minuto al asesinar el 5 de diciembre de 1982 al máximo dirigente de los GRAPO Juan Martín Luna. Fue toda una declaración de intenciones, de lo que se estaba preparando en las cloacas del Ministerio del Interior.
Al dirigente de los GRAPO lo mató la policía a tiros en Barcelona en una emboscada montada por el Mando Único para la Lucha Contraterrorista que dirigía el conocido comisario fascista y torturador Manuel Ballesteros. El crimen a sangre fría era tan evidente que a la Audiencia Provincial de Barcelona no le quedó más remedio que condenar a los inspectores policía que dispararon: David Juan León Romero, Ángel Luis Adame Bernáldez y Valentín Martín Cabello.
Naturalmente que sólo era un paripé para guardar las apariencias. La pena que impusieron a cada uno de ellos no pudo ser más ridícula, la mínima: seis meses y un día de prisión porque actuaron con el atenuante de “cumplimiento del deber”, es decir, que los policías no actuaron por iniciativa propia sino siguiendo órdenes emanadas del gobierno del PSOE. En 1988 el Tribunal Supremo confirmó aquella sentencia.
Las condenas levantaron una oleada de indignación dentro el Ministerio del Interior contra los jueces. El ministro, que no era otro que el también fascista José Barrionuevo que luego fue condenado como dirigente de los GAL, el terrorismo de Estado, defendió públicamente el crimen cometido por sus policías en Barcelona.
Por el contrario, la Unión Progresista de Fiscales criticó a la policía por lo que calificó como “actitudes de desobediencia o desestabilización”, es decir, indirectamente decían que un año y medio después del 23-F la policía estaba intentando promover otro golpe de Estado.
Por su parte, en un comunicado el Grupo de Abogados Jóvenes de Madrid consideró insuficiente la pena impuesta a los criminales y criticó las declaraciones del ministro en las que defendía el crimen cometido. El comunicado era muy interesante porque los abogados solicitaban la actuación del Fiscal General del Estado por si algunas de las declaraciones de los miembros de la policía amenazando con que “ante las mismas circunstancias actuaríamos de igual manera” pudieran constituir un delito de apología, equivalente de lo que hoy llaman “enaltecimiento del terrorismo”.
De las decisiones judiciales se desprenden otras reflexiones interesantes. La primera de ellas señala con el dedo al terrorismo de Estado como verdadero “terrorismo” y la segunda muestra claramente que el Ministerio del Interior no quería la paz sino la guerra. Pero no cualquier clase de guerra sino una guerra sucia en la que la policía quedara al margen de posibles sentencias incriminatorias de los tribunales.
A lo largo de los primeros años de gobierno del PSOE, la guerra sucia de los GAL cumplió puntualmente las amenazas que realizó la policía en diciembre de 1982: “ante las mismas circunstancias actuaremos de igual manera”. Felipe González, el ministro Barrionuevo y el PSOE en su conjunto se encontraban en plena fase de preparación de las cloacas del Estado constitucional y los demás partidos parlamentarios callaron como perros todos los crímenes, empezando por el de Martín Luna que sentó un precedente fundamental para entender lo que ocurrió después: que el terrorismo de Estado tenía una dirección política que empezaba por el propio gobierno, que en aquellos tiempos encabezaba el PSOE.