También ha suprimido el aumento automático del salario mínimo brasileño, introducido por Lula en 2007. El 1 de enero Bolsonaro firmó un decreto que fija el salario mínimo para 2019 en 233 euros, que es inferior a lo que el Parlamento había previsto cuando se votó el presupuesto.
El gobierno también está preparando nuevas reformas que desregulan la legislación laboral, ya iniciadas bajo la presidencia de Temer, que sustituyó a Dilma Roussef tras su destitución en 2016, y una reforma del sistema de pensiones. También se anuncia la privatización total de Eletrobras, la empresa eléctrica nacional.
El primer ministro Onyx Lorenzoni ha indicado que quiere una “limpieza” ideológica de la administración pública para ahuyentar a todo el personal sospechoso de estar demasiado cerca de la izquierda. Según él, se trata de “despetar” Brasil, una expresión que procede de las siglas PT, el partido de Lula.
Esta depuración no se aplica a los políticos reaccionarios involucrados en casos de corrupción, a pesar de que Bolsonaro llegó al poder gracias a la ola contra la corrupción lanzada en 2014. Se acusa al propio Primer Ministro de haber recibido en dos ocasiones financiación ilegal para sus campañas electorales de la multinacional agroalimentaria JBS, una de las empresas más implicadas en los escándalos de corrupción. Pero Bolsonaro le ha confirmdo al frente de un gobierno que no ha tenido tantos militares desde el fin de la dictadura.
Bolsonaro también ha comenzado a atacar directamente a las poblaciones indígenas y los derechos de los trabajadores. Ha transferido la jurisdicción sobre las tierras indígenas al Ministerio de Agricultura, que antes era competencia de la Fundación Nacional Indígena (Funai). Esta institución fue la encargada de cartografiar y proteger las tierras tradicionalmente habitadas y utilizadas por las comunidades indígenas, que suman 900.000 personas.
Sometidas a una protección especial, estas tierras no podían ser ocupadas por la agroindustria o deforestadas, ni tampoco se podían excavar minas. Por lo tanto, la transferencia de competencias al Ministerio de Agricultura representa una amenaza directa para los pueblos indígenas.
La nueva Ministra de Agricultura, Tereza Cristina (una de las dos únicas mujeres en el gobierno), es una firme defensora de los intereses de los agronegocios. Era la dirigente de un grupo de grandes terratenientes (“ruralistas”) en el Parlamento brasileño, que había apoyado la candidatura de Bolsonaro.
No se espera, pues, ninguna nueva demarcación de tierras indígenas durante esta legislatura.
El derecho a la tierra de los pueblos indígenas brasileños está garantizado por la Constitución de 1988, que fue aprobada tras el fin de la dictadura militar. “Si somos los primeros en ser atacados, debemos ser los primeros en reaccionar. Si hemos resistido hasta ahora, no vanos a retroceder ahora”, dijo Sonia Guajajara, una militante indígena brasileña que se postuló en octubre para la vicepresidencia del partido de izquierda PSOL.
Finalmente, Bolsonaro ha declarado que liberalizará el porte de armas por simple decreto, sin pasar por el Parlamento. Fue una de sus promesas de campaña. El país ya tiene una de las tasas de homicidio más altas del mundo y es también uno de los lugares donde hay más defensores de los derechos humanos y ecologistas asesinados: 63.880 homicidios se cometieron en Brasil en 2017, es decir, 175 diarios.