Cómo se inventó la mentira del genocidio de Pol Pot en Camboya (y 3)

Voy a la plaza del mercado, a un paso de los restaurantes, a 50 kilómetros de Phnom Penh, en el río Bassac. He llegado con mi chófer y un intérprete, que es un antiguo experto en remoción de minas y ha trabajado para el CMAC (centro camboyano de acción contra las minas).

Estamos frente a dos ancianas, todas ellas septuagenarias y no muy de lejos de los 80 años.

En Phnom Penh, casi nadie está dispuesto a hablar acerca de las atrocidades cometidas por Estados Unidos. Pero en todo el país, en el campo, la población aún está indignada y, al mismo tiempo, muy agradecida a todos aquellos que están dispuestos a escucharles.

Puedo ver las lágrimas en los ojos de una de las mujeres. Su nombre es Tang Vilim, es una vendedora. Comienza su breve discurso, su lamento, hablando rápidamente, como si tuviera miedo de que paráramos y nos fuéramos a marchar:

“Perdí a mis seres queridos durante el bombardeo de 1972. ¡Todavía siento rabia, indignación! Todavía estoy esperando respuestas, a pesar del tiempo transcurrido. Quiero saber por qué. ¿Por qué Estados Unidos lanzó aquellas bombas sobre nosotros. ¡Mataron a tanta gente sus bombas! Yo todavía lo recuerdo: era una mujer joven entonces, ahora tengo 76 años de edad. ¿Qué habíamos hecho? ¿Cuál fue nuestro pecado? Hasta ahora… hasta ahora, dondequiera que vaya, aquello ¡nunca me deja tranquila! Continúo planteándome a mí misma esas mismas preguntas en mi espíritu”.

Y el mismo lamento en la segunda anciana:

“La gente todavía no entiende… Quieren saber por qué. ¡Quieren que el gobierno de Estados Unidos asuma su responsabilidad! Hay cráteres por todo el país. Algunos están llenos pero otros aún están abiertos. Este país está lleno de cráteres”.

Vamos más lejos, hasta la frontera con Vietnam; hasta el punto de cruce del río Bassac, en Chrey Thum.

Justo al lado del puesto fronterizo hay varios cráteres, pero a los guardias no les gusta hablar de este asunto. Caminamos a lo largo de la frontera y mi guía se acuerda una vez más de la época en la que él trabajaba para las instituciones de desminado:

“Camboya está plagada de bombas, ‘granadas’ y minas. Algunas datan de la época de los Jmeres Rojos, pero la mayoría son restos de aquellos tapices de bombas arrojadas por la Fuerza Aérea de Estados Unidos. Usted puede encontrarlas por todas partes, desde aquí a las regiones occidentales del país, alrededor de Siem Reap y al norte…”

Es comprensible, este tema es explosivo y siempre suscita arrebatos apasionados y lágrimas.

A nuestro regreso a Phnom Penh, me acoje uno de los dirigentes del hotel La Plantation. Ya es de noche, pero había oido hablar de mi trabajo en el campo y ha decidido esperarme.

“Creo que lo que ustedes hacen es muy importante”, comienza. Debemos tratar de entender por qué nuestro país ha sido bombardeado tan duramente. En mi pueblo natal cayeron tantas bombas, hay tantos cráteres. Se lo ruego, si usted tiene tiempo vaya allá: al pueblo de Chea Lea, en la comuna de Chealea, Bateay distrito, provincia de Kampong Cham…”

Al otro extremo del mundo, en Toronto, Canadá, un eminente abogado internacional, Christopher Black, ha escrito este artículo en respuesta a lo que se ha dicho sobre las víctimas en Camboya:

“Los procesos por crímenes de guerra contra los dirigentes del Jmer Rojo, que son promovidos por Estados Unidos, son juicios farsa para estigmatizar de nuevo a los comunistas y utilizarlos como chivos expiatorios para los millones de camboyanos que fueron asesinados por los bombardeos americanos sobre ese país. Lo que necesita el mundo es procesar a los dirigentes y funcionarios estadounidenses que cometieron crímenes de guerra al bombardear masivamente Vietnam, Laos y Camboya (tuvimos el Tribunal de Crímenes de Guerra de Bertrand Russell, en los años 70, pero no pudo ejecutar sus sentencias)”.

A finales de julio de 2014, el tribunal apoyado por las Naciones Unidas celebró una audiencia preliminar para dos antiguos altos dirigentes de los Jmeres Rojos: el Jefe de Estado, Khieu Samphan, de 83 años de edad, y Nuon Chea, de 88 años de edad, el brazo derecho de Pol Pot.

Por supuesto, nadie es tan ingenuo como para esperar que los dirigentes de Estados Unidos puedan ser juzgados algún día por el asesinato de millones de personas en el conjunto de Indochina.

Geoffrey Gunn, un eminente historiador australiano, autor de muchos libros sobre Asia y profesor emérito de la Universidad de Nagasaki, está dispuesto en la actualidad a resituar a los Jmeres Rojos en su contexto histórico.

Para cerrar el período tal como sucedió, el 12 de julio de 2014, en una ceremonia a la que asistieron la Reina Mónica, viuda de Sihanuk, el actual Rey Sihamoni, el primer ministro, Hun Sen, los miembros del gabinete y diplomáticos extranjeros, las cenizas del padre del Rey fueron enterrados en una “stupa” [NdT: arquitectura budista que se encuentra en Asia, que es a la vez una evocación sin representación de Buda y un monumento para conmemorar su muerte. Muchas de estas estructuras contienen reliquias] del Palacio Real.

Cuando condujo a su país a la independencia en 1954, la política exterior neutral de Sihanuk no resultó aceptable para Washington. Después del golpe de estado en Phnom Penh, en marzo de 1970, apoyado por Estados Unidos, el secretario de Estado americano Henry Kissinger y el presidente Richard Nixon desencadenaron sobre el campo y el pueblo de Camboya, la ofensiva de bombardeos más intensa y letal de la historia humana. Hasta el punto de que desde el cielo esta tierra, que normalmente es verde, parecía un paisaje lunar en ruinas un par de años después.

En consecuencia, Sihanuk aprobó la guerrilla apoyada por el mundo rural (los Jmeres Rojos), teóricamente marxistas, pero fanáticos en su rabia hasta tal punto que convirtieron al país en un vasto “campo de masacres”.

La rueda de la historia ha girado, pero ¿cuáles son las lecciones que se pueden aprender si no es que hay que hacer justicia plenamente, no sólo en los tribunales extraordinarios (el “tribunal de genocidio” de Phnom Penh, apoyado por la ONU), sino también para acusar a todos los culpables, cualquiera que sea su origen.

El libro de Albert J.Johnman, “El caso Camboya, genocidios contemporáneos: causas, casos, consecuencias”, define el movimiento en los siguientes términos:

“La ideología de los Jmer Rojos combina elementos del marxismo con una versión extrema de nacionalismo y xenofobia jmer. Se mezclan una idealización del imperio de Angkor (802-1431) y un miedo existencial por la supervivencia del estado camboyano, que históricamente había sido liquidado por las intervenciones de vietnamitas y siamesa…”

Este “elemento marxista” se refiere principalmente a la cúpula de la organización, en particular a Pol Pot, que se había radicalizado en los cafés parisinos, aunque no es fácil saber hasta qué punto estaba bien versado en la teoría marxista. En general, el rendimiento académico en Francia había sido tan lamentable que nunca se había acercado, siquiera de lejos, a la obtención de un diploma, y se vio obligado a regresar a Camboya sin graduarse. A pesar de todo, como señala Geoffrey Gunn, algunos miembros del círculo de París, como Khieu Samphan, Hu Nim, Hu Yuon, Phou Chlou (el secretario de Pol Pot) fueron capaces de elaborar tesis sobre economía política; sin embargo, los Jmeres Rojos estuvieron lejos de ser versados en ninguna ideología.

De mi entrevista con un eminente profesor de la Universidad de Beijing (que no quiere que su nombre aparezca) es claro que en realidad China nunca acogió la etiqueta de “maoísta” de los Jmeres Rojos sino de una manera muy restringida:

“De alguna forma era vergonzoso… tanto su teoría y su práctica, tales como, por ejemplo, su decisión de enviarnos arroz mientras su propia gente moriría de hambre…”

El antiguo director de “Reuters” en Irak, el periodista de investigación británico, Andrew Marshall, se estableció en Phnom Penh. Tiene una opinión clara acerca de los Jmeres Rojos y de la manera en que la propaganda occidental y asiática los presentaron, a sabiendas, de una manera distorsionada:

“El movimiento Jmer Rojo jamás fue ni socialista ni comunista. Se creó sobre un auténtico odio de los pobres hacia las élites de Phnom Penh, que siempre les había tratado como basura. Y se construyó sobre un enorme resentimiento hacia Estados Unidos, que bombardearon Camboya como nunca antes ningún país había sido bombardeado. Fue un movimiento creado por la furia popular. Los que habían sido víctimas se convirtieron en verdugos, con el único deseo de destruir a las ‘élites’. Las familias que habían sido aplastadas, asesinadas, querían venganza… Y cuando lo hicieron el Jmer Rojo se convirtió en el ‘ejemplo’ utilizado por las élites del sureste de Asia para demonizar el poder popular; ocurrió en Tailandia  especialmente, pero no sólo allá”.

Finalmente, se desató una propaganda occidental sin restricciones, instrumentalizaron a los Jmeres Rojos hasta el punto de convertirlos en uno de los pilares de su cruzada anticomunista mundial.

Una fuerza rural simple, ebrios de frustración, harapienta y sin ninguna instrucción, que no era otra que la fuerza de las víctimas del tapiz de bombas, de las torturas y desplazamientos forzados, los Jmeres Rojos fueron “elevados” a la categoría de máquina de matar comunista, tan mítica como perfecta.

Sin embargo, la paradoja subsiste: no fue China ni ningún otro país comunista los amigos más cercanos de los Jmeres Rojos durante sus últimos años; fue Estados Unidos, entonces en plena Guerra Fría contra el bloque soviético, así como en plena guerra de terror contra Vietnam y Laos. Después de distanciarse del leninismo y abrazar, al menos teóricamente, el maoísmo, Washington dio a los Jmeres Rojos un apoyo diplomático pleno, así como otras formas de apoyo.

Después de que Vietnam liberara Camboya, tras la ofensiva de la Navidad de 1978, salvando quizá millones de vidas, el gobierno de Estados Unidos adoptó una posición que resultó decisiva, “exigiendo el regreso del gobierno legítimo” a Phnom Penh. Ese gobierno legítimo no era otro, a los ojos de Washington, que el de los Jmeres Rojos.

Sólo entonces se produjo la errónea invasión de castigo de Vietnam por China, seguida de la propaganda de antivietnamita, patrocinada por Occidente y, de hecho, fabricada por él.

Lograron blanquear completamente los crímenes contra la humanidad que Estados Unidos había cometido en Camboya. Mientras en el campo las personas conservan la memoria todavía lúcida, Phnom Penh ha olvidado convenientemente todos esos crímenes.

Mientras Andrew Marshall y yo estábamos almorzando juntos en Phnom Penh, con una estrella del periodismo local, la señora Bopha Phorn, Andrew le preguntó sin rodeos: “¿Que nación es la que el pueblo de Phnom Penh odia más?”

Sin dudarlo respondió: “La vietnamita”.

Lo hago casi cada dos años. Vengo a Camboya y busco respuestas. Alquilo un coche y los servicios de un intérprete, y me hundo muy profundo en medio del campo.

Casi nadie lo hace. La mayoría de los “trabajos universitarios”, así como el enfoque de los “periodistas de investigación” se hace en los bares y oficinas de Phnom Penh, así como la mayoría de los trabajos similares sobre Indonesia, hechos en Yakarta y Bali.

Fuera de la capital, la gente es abierta y está dispuesta a hablar. De hecho, tienen una necesidad desesperada de hablar. Y contrariamente a Phnom Penh, donde la gente sólo pregunta pero sufren para dar una respuesta, la gente de campo de Camboya sabe lo que tiene que contestar.

En julio de 2014, mientras íbamos hacia Anlong Veng, hice un experimento: le peddí a mi amigo que nos detuviéramos en cualquier aldea a lo largo de la carretera, a unos 100 kilómetros de la capital. Sólo más tarde descubrí que el nombre de el lugar en donde habíamos interrumpido nuestro viaje esta vez era Prei Saak.

Entramos en aquella humilde aldea y le pregunté a la primera mujer, que conocimos en un estrecho sendero que conduce al campo, si todavía había minas o bombas en la zona.

“Por supuesto”, contestó ella. Su nombre era Señora Leun. “Hace dos días volaron 8 minas. Una institución de desminado… Desde entonces se han encontrado más incluso. Aquí, los niños pueden llevaros”.

¿Fue herido algún pariente suyo?

“Mi marido tuvo un accidente. Y mi cuñado quedó herido. Estaba desbrozando un poco el bosque para la siembra de yuca y algo explotó bajo de sus pies, y ha perdido una pierna. Mi marido tenía la cara y el cuerpo destruido por una explosión, hace un par de años”.

Yo le pregunté si eran “granadas” estadounidenses que se conservan en los campos desde los bombardeos masivos de Camboya, o si se trata de minas de tierra dejadas por los Jmeres Rojos.

No estaba segura. Pensó que se trataba de material americano, pero no podía estar segura de ello.

Lo cierto es, por el contrario, es que casi cada ciudad y pueblo de este país sufre desde hace décadas, desde que que Estados Unidos lanzara su monstruosa campaña militar de desestabilización.

En 2006 alquilé un coche robusto con conductor y traductor (la misma persona que desempeña las dos funciones al mismo tiempo) que me habían recomendado; tomamos dirección hacia el sur, sobre la ruta 3, y luego fuimos todavía más hacia el sur por la 31, tan lejos como nos llevara, y giramos a la izquierda, a Vietnam. No es el paso principal de la frontera, ni siquiera un pasaje que se les permite usar a los extranjeros. No hay ninguna carretera asfaltada aquí, sólo un camino de tierra con baches profundos, rodeado de campos de arroz, con pueblos miserables y búfalos acuáticos. Ningún otro coche más que el nuestro ha circulado por la zona; los lugareños van a pie o se desplazan en bicicletas antiguas. Como en 2014, cuando he visitado otros pasos fronterizos en las zonas rurales de Vietnam, llovía, y el suelo del coche raspaba contra la arena. Mi chófer juraba que no tenía ni idea de lo que estábamos haciendo en este rincón perdido y abandonado por Dios.

Finalmente, llegamos al final de la carretera; un río perezoso, una ciudad tranquila, el último punto de control antes de la frontera, con un guardia somnoliento: Prek Kres. Pocos metros más allá estaban las casas de la primera aldea situada en territorio vietnamita.

En el pasado comenzaron aquí las primeras escaramuzas entre los Jmeres Rojos y Vietnam, y es uno de los puntos por donde el ejército vietnamita invadió Camboya, sin duda, salvando a varios millones de personas de una muerte segura, como ya he mencionado anteriormente. Pero entonces Occidente decidió considerar esta acción como una invasión y una ocupación, invirtiendo todos los hechos. En el clima de guerra fría que imperaba en ese momento, y desde el punto de vista de sus intereses geopolíticos, para Estados Unidos fue preferible sacrificar un par de millones de vidas camboyanas más que permitir ningún tipo de influencia vietnamita (y soviética) en la región.

No tuve problemas para encontrar al Señor Sek Cuuin, el alcalde de Prek Kres. Nos sentamos en la mesa, fuera de su casa, y parecía feliz de compartir sus recuerdos.

“Este enorme charco de agua que se ve en el medio de la carretera, es lo que queda del tapiz de bombas de los americanos”, explicó. “Rellenamos el hueco pero cuando llueve siempre hay un charco de agua en este lugar, no sé por qué. Esta zona fue intensamente bombardeada durante la guerra por los B-52. Si usted se introduce en el campo podrá ver pequeños lagos en todas partes. Es lo que sucede tras las lluvias intensas. Esos lagos son cráteres de bombas”.

Nos dimos una vuelta por el pueblo. Nos observan niños con los pies descalzos. La gente se reúne, pregunta qué diablos nos ha traído hasta aquí. Junto a un muelle primitivo hay vehículos de fortuna estacionados completamente tuneados para ser descargos de un barco mercante a otro una tradicional.

“Aquí siempre ha habido problemas”, explica el alcalde. “Hubo escaramuzas fronterizas, bajo el régimen de Lon Nol y también después, cuando los Jmeres Rojos tomaron el poder en 1975. Vivían 700 familias en esta ciudad; de ellos 400 fueron reasentados a la fuerza en otro lugar. Cuando los Jemeres Rojos llegaron, salté al río y nadé para salvar mi vida. La mayoría de las 300 familias que se quedaron intentaron huir a Vietnam, y Prek Kres se convirtió en un pueblo fantasma, un puesto de avanzada del ejército de los Jmeres Rojos, que comenzaron a atacar a los pueblos vietnamitas más allá de la frontera”.

“El ejército vietnamita cruzó esta frontera en 1979. Poco importa lo que digan ahora, casi todo el mundo fue feliz y dio la bienvenida a sus tropas. Aquellos que habían sobrevivido y habían permanecido en esta ciudad simplemente se alinearon a lo largo de la carretera y agitaron el brazo para animar a los soldados vietnamitas, y lloraron. Toda la región -el país entero- había quedado asolado, destruído por los Jmeres Rojos, como antes que ellos lo había sido por los bombardeos de Estados Unidos y por el desplazamiento de los refugiados. Los vietnamitas preservaron a esta nación de una aniquilación completa. Y cuando tomaron Phnom Penh, era obvio que los asesinatos en masa y la tortura iban a terminar. Pero ya sabe Usted lo que sucedió después; el reconocimiento se evaporó y el nacionalismo ganó terreno. Y los países extranjeros insistieron en que no fue una liberación sino una ocupación. Si usted repite lo que los dirigentes quieren escuchar, a usted le pagan. Pero puede Usted preguntar a cualquiera, excepto a los miembros de los Jmeres rojos, lo que sentían en 1978 y 1979: quedaron en libertad, fuimos salvados y, de repente, nos dimos cuenta de que podíamos sobrevivir”.

Pregunté al alcalde cómo comparaba en la actualidad a Vietnam con Camboya. Después de todo, sobre el papel, Camboya es un ejemplo de éxito, la democracia pluripartidista. Él sonrió irónicamente:

“Sí, ahora tenemos muchos partidos políticos. Pero los partidos políticos no se comen, no llenan el estómago. Aquí todo está corrupto. El gobierno vietnamita ha logrado ofrecer un bienestar mayor a sus habitantes. Especialmente a los que son pobres, y en esta parte del mundo, casi todo el mundo es pobre. Todo lo que puedo decirle es que cuando tenemos hambre o estamos enfermos, no vamos a Phnom Penh, cruzamos la frontera y nos vamos a Vietnam. Ellos saben que somos jmeres pero no les importa; nos ayudan. Allá ellos creen que deben ayudar a quienes tienen hambre o están enfermos, independientemente de su nacionalidad. La gente de allí tiene un gran corazón”.

Ahora estamos en 2014 y le planteo una pregunta a mi amigo Song Heang, mientras viajamos por la noche, a través de la campiña del oeste de Camboya.

“Dime: ¿mataron los soldados vietnamitas a los camboyanos en 1978 y 1979?”

“Sí”, contestó él.

“¿Mataron a muchos?”

Permanece en silencio durante un buen rato. Reflexiona: “Era una guerra… Pero sinceramente: no, no muchos. Hubo un par de combates… La norma de los vietnamitas fue la de no atacar a los civiles”.

“Entonces, ¿por qué?”, pregunté. Pero los dos sabíamos que se trataba de una pregunta retórica.

En un momento dado, cuando nos acercamos a la medianoche, nos detuvimos en un oscuro pueblo para comprar agua y algo de frutas de la región.

Algo se rompe en Song Heang, y de repente comienza a hablar con voz alterada, movido por una emergencia:

“Usted no entiende, no sabe hasta qué punto este país es terrible en realidad… hasta qué punto se convirtió en terrible. Los ricos son tan ricos. Mientras que los pobres son tan pobres, y ahora no tienen ninguna educación, están en la ignorancia más absoluta, hasta el punto de que no saben nada de la corrupción y el hedonismo de las ‘élites’ en Phnom Penh. Una vez más la situación vuelve a ser similar a la de hace más de cuatro décadas. ¿Sabe lo que son las escuelas de aquí? A veces sólo hay un profesor para una clase de 100 alumnos. Y a la atención médica: aquí es simple, si usted es pobre, usted va a morir. Y algunas de nuestras ‘familias tradicionales’: amputan las piernas y los brazos a sus hijos, de sus bebés, y los llevan a través de la frontera, con esas terribles heridas e infectados, a Bangkok, a mendigar”.

Durante un rato seguimos en silencio.

“¿Qué tipo de Camboya quieres?”, le pregunto.

“Una Camboya donde los niños reciban una educación gratuita y de calidad, donde las personas reciban atención médica gratuita, donde la cultura sea importante y apoyada por el Estado, donde las personas sean iguales…”

“Es el socialismo”, le digo. “Estamos hablando de una Camboya socialista o comunista…”

Él vacila. “¿De verdad?”

“Sí. Eso es lo que estamos tratando de construir en toda América Latina, en China…”

“Pero eso no es lo que los Jmeres Rojos trataron de lograr, ¿no?”

“Por supuesto que no”, me responde.

Afuera se hace de noche.

“Ya veo… Eso no es lo que nos dice Occidente… Así que… según parece… todo está jodido”, concluye.

Estoy de acuerdo con él.

Nos detenemos en el siguiente pueblo, vamos a comprar cerveza Angkor, y allí, en el arcén de la carretera, nos hacemos más filósofos, a la antigua manera de los soviéticos.

André Vltchek, Cambodia and Western Fabrication of History, CounterPunch, 1 de agosto de 2014

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