Israel es un injerto, un Estado postizo creado por unos recién llegados a la región. La población procede de acá y de allá. Es un mosaico que carece de homogeneidad. La argamasa que compacta a este Estado ortopédico no es una religión sino una ideología política, el sionismo, y un brazo burocrático, el Ministerio de Absorción, que no existe en ningún otro país del mundo.
En 1970 el parlamento israelí modificó la llamada “Ley del Retorno” otorgando la ciudadanía automática no solo a los judíos, sino también a sus hijos, nietos y cónyuges no judíos, así como a los cónyuges no judíos de sus hijos y nietos.
Sin embargo, el 17 por cien de la población israelí aún tiene la doble nacionalidad. Un pie en el pasado y el otro que no acaba de encajar en ninguna parte. A la mayor parte de los israelíes les gustaría tener una segunda nacionalidad. No están convencidos de que el Estado pueda sobrevivir mucho tiempo más.
Como el judaísmo es una religión que existe en países muy diferentes, no tiene una homogeneidad interna. Un askenazi no tiene mucho que ver con un sefardí, ni con un “falasha”, que es como llaman despectivamente a los judíos originarios de Etiopía.
Lo mismo ocurre con los idiomas y dialectos que hablan los recién llegados, que también son muy diferentes (yidis, ladino), hasta el punto de que el Estado tuvo que poner a una reliquia desaparecida, el hebreo, por encima de los demás para que los israelíes pudieran entenderse entre ellos.
El monolingüismo hebreo actual es otro postizo, una política de Estado que surge en 1948. Entonces nadie hablaba hebreo, ni fuera ni dentro de Israel. Nada más aterrizar de su lugar de origen, los emigrantes ingresaban en los “ulpanim” o escuelas para aprender el nuevo idioma.
Si alguien viaja a Oriente Medio y pregunta a un árabe dónde ha nacido, le responderá señalando con el dedo. La casa natal de sus abuelos, sus padres y sus hermanos está ahí mismo, muy cerca.
Pero si pregunta a un israelí, le dirá que ha nacido muy lejos del lugar, que llegó hace pocos años y que sus abuelos y sus padres nunca conocieron esas tierras. Sólo conocían los nombres de los lugares por las menciones de los textos religiosos que les recitaban los rabinos.
Por más que se empeñen, los sionistas no pueden ocultar que no ha existido ningún retorno, ni “vuelta a casa”. Se puede comprobar en los fundadores del Estado de Israel. Sus biografías no comienzan en algun lugar “entre el rio y el mar”, sino muy lejos, normalmente en el triángulo que hoy forman Polonia, Bielorrusia y Ucrania, que en su momento formaron parte del Imperio zarista. Por eso, al margen del hebreo, el idioma de Israel es el ruso, varios medios de comunicación emiten en ruso y muchos israelíes escuchan la televisión rusa.
Los inmigrantes rusos llaman a Israel “la pequeña Rusia”. Se fueron porque el zarismo los perseguía, pero nunca renunciaron a su cultura originaria. En varias ciudades israelíes hay cafés y bares “rusos”, además de teatros y clubes. No obstante, tradicionalmente la política de asimilación de los gobiernos de Tel Aviv se ha opuesto a ello porque quieren promover una religión uniforme, un único idioma y una cultura homogénea.
La emigración de los judíos rusos se disparó tras la Revolución de 1905, aunque entonces los países de destino fueron muy variados. Hasta la Primera Guerra Mundial los imperialistas no intensificaron la colonización de Palestina.
La segunda gran ola de emigranes rusos se desató hace cien años, tras la guerra civil, y el sionismo empezó a organizar sistemáticamente la emigración a Palestina, especialmente si procedía de la Unión Soviética. Para animar a los emigrantes a salir, los sionistas pagaban 5.000 dólares, además del vuelo y la estancia inicial en un “centro de absorción”.
Pero si eres negro, la cosa cambia y el gobierno paga 3.500 dólares y un billete de avión a los 40.000 sudaneses y eritreos para que se larguen del país y vuelvan a África. Si no se marchan por su propio pie, se enfrentan a un encarcelamiento indefinido.
Con el traslado de domicilio de los emigrantes se producía también el cambio de apellidos. Es algo que también aparece con claridad entre los primeros fundadores del Estado de Israel, que cambiaron de identidad dos veces, la primera para no parecer judíos en su propio país y la segunda para parecer judíos en el de acogida.
El gran patriarca sionista, Ben Gurion, nació en Plonsk, la actual Polonia, con el apellido Grün.
Moshe Sharett nació con el apellido Chertok en Jerson, la actual Ucrania.
Levi Eshkol nació como Levi Yitzhak Shkolnik en Oratov, cerca de Kiev, la capital ucraniana.
Golda Meir nació con el apellido Mabovich en Kiev, de donde emigró a Estados Unidos siendo muy joven.
Menahem Begin había nacido en Brest-Litovsk, una localidad que fue rusa, luego polaca y actualmente bielorrusa. En su partida de nacimiento figura el nombre completo de Menajem Volfovich Begin en caracteres cirílicos.
El terrorista Isaac Shamir se apellidaba Jezernicki y había nacido en Bialystok, Bielorrusia.
Aunque Simón Peres parece de origen sefardí, nació en una pequeña localidad de la Polonia actual y sus padres eran originarios de Kronstadt (Rusia).
A Isaac Rabin le nombraron Primer Ministro de Israel en 1974 y había nacido en Israel. Por fin había un patriarca autóctono del lugar. Pero su padre era ucraniano y su madre bielorrusa.
Ahora es más frecuente. Netanyahu también ha nacido en Israel, pero emigró a Estados Unidos, donde estudió. Su padre Benzion fue el secretario personal de Jabotinsky, el creador del sionismo moderno. Su nombre real era Benzion Mileikowsky y había nacido en Varsovia.