Un brindis en honor de las gentes sencillas

Es fácil imaginar el bullicio que hace 70 años recorría las calles de la URSS: alegría, música, celebraciones, bailes, fiestas… Más de uno se pasó de rosca con el kvas, que es como el botellón de aquellos felices tiempos, cuando las masas festejaban los acontecimientos realmente importantes en la calle.

Sin embargo, a la burguesía le disgusta la plebe y su aliento a aguardiente. Lo que se pregunta es: ¿cómo lo celebraban en las altas esferas del Kremlin? Tras una rutilante victoria militar, la torpe burguesía se imagina a los grandes mariscales con sus uniformes de gala, bailes de salón y un vals al más puro estilo vienés en compañía de una pareja atractiva… Todo muy versallesco, todo repleto de figurones y figurines.

Pero nosotros somos muy dogmáticos y para descubrir la intra-historia, los pequeños detalles, no se nos ha ocurrido otra cosa que leer… las obras escogidas de Stalin. En ellas esperamos encontrar a los aduladores practicando su deporte favorito: el culto a la personalidad, a los héroes de la Gran Guerra Patria (que siempre son los jefes), empezando por el omnipresente Stalin, y a éste dejándose querer, oyéndose a sí mismo…

¿Cómo celebró Stalin aquel acontecimiento? Afortunadamente también entonces hubo algún oscuro funcionario que en lugar de sujetar su vaso de kvas, tomó lápiz y papel para levantar acta de un brevísimo discurso del mariscal al acabar la Gran Guerra y le puso ese título, “Un brindis en honor de las gentes sencillas”, porque en aquel momento de quien se acordaba Stalin no era de los generales, ni siquiera de los soldados del Ejército soviético: se acordaba de aquellos millones de personas que habían sufrido el mayor tormento que la historia ha conocido nunca.

“No penséis que os voy a decir alguna cosa extraordinaria”, empieza Stalin. “El brindis que deseo hacer es tan simple como común. Quiero beber a la salud de aquellos cuyo rango es pequeño y el grado modesto”. Sin ellos, sin esas decenas de millones de personas, continúa Stalin, todos nosotros, mariscales, comandantes, jefes, no valdríamos ni un clavo.

Se trata de la gente corriente, dice. “Nadie escribe sobre ellos”, añadiendo algo realmente importante: “Son ellos los que nos sostienen a nosotros” y no al revés, como creen otros: “Bebo a la salud de esas personas, nuestros camaradas más queridos”.

En 1945, en plena efervescencia, cuando era muy fácil perderse en el oropel de su éxito más rotundo, Stalin no se dejó seducir por las apariencias, lo cual significa que se mantenía fiel a sus orígenes de clase, tan sencillos como los de aquellos por los que brindaba, así como a los más elementales principios que habían marcado el surgimiento del bolchevismo.

El sentimiento fue recíproco. Entre las gentes sencillas y Stalin siempre hubo correspondencia, entonces y ahora. Quienes, a pesar de las calumnias, llevan su retrato por las calles no son los generales, ni los jefes, ni los burócratas que le calumniaron, sino modestos trabajadores y campesinos, y las generaciones que les sucedieron.

Si alguna vez alguien olvida esto, si considera que sus camaradas más queridos son ese tipo de gente “brillante”, es porque ha perdido el rumbo. Por completo.

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