Como es habitual, estas elecciones han interesado más a la prensa que a los electores, que casi nunca votan. También allá ganan quienes se abstienen de participar en una de las farsas políticas más descomunales que se organizan cada cuatro años. No es que los estadounidenses no voten, sino que unos 70 millones de personas ni siquiera se toman la molestia de inscribirse en el censo para poder hacerlo. Dicha obligación se impuso para impedir que los trabajadores, los pobres y los negros pudieran ejercer su derecho. Suponen casi un 40 por ciento de la población con derecho al sufragio activo.
A Estados Unidos le llaman “la democracia más grande del mundo” porque la mitad de los electores no votan en las elecciones presidenciales. En las elecciones legislativas es aún peor. La participación no va más allá de la tercera parte.
La explicación de la abstención es más que evidente. Las elecciones no interesan más que a una reducida oligarquía de grandes intereses monopolistas. Excepto los medios de comunicación, desde hace décadas cualquiera sabe que en Estados Unidos un Presidente es un pintamonas que ni siquiera es capaz de pronunciar un discurso oficial por sí mismo.
También en Estados Unidos las elecciones no las ganan los votos sino los fondos. Los candidatos financian sus campañas dopados hasta las cejas con fuertes subvenciones de financieros y grandes empresas capitalistas. El 99 por ciento de la población estadounidense no aporta ni un sólo céntimo a los partidos o a sus candidatos, es decir, que los candidatos son marionetas de las grandes empresas. La mayoría ni vota ni aporta dinero.
Aparte de los que no votan, hay que contar a los que no pueden votar, como los puertorriqueños y, en general los trabajadores que, a pesar de estar inscritos en el censo, no pueden votar porque sus patrones no los autorizan a ausentarse del puesto de trabajo o no tienen los medios necesarios para desplazarse al colegio electoral. A diferencia de otros países, en Estados Unidos tanto la inscripción como la votación se realiza en días y horas laborales, concretamente un martes.
Hay cuatro millones de personas condenadas por un delito mayor que, además de la libertad, pierden el derecho al sufragio. Por ejemplo, en Florida casi una tercera parte de la población no puede votar por tener antecedentes penales, lo cual incluye una buena parte de la población negra más pobre.
A las elecciones de Estados Unidos nadie envía observadores para certificar la limpieza de los comicios porque es el único país del mundo en el que nadie habla de pucherazos electorales a pesar de que se producen por partida doble. Por un lado, inflan y desinflan los censos para que unos no puedan votar y otros voten dos y tres veces. Por el otro, los recuentos de papeletas son una chapuza, como se pudo comprobar en 2000 cuando eligieron a Bush, a pesar de que las elecciones las había ganado Al Gore.
Una de las corruptelas más comunes es el denominado “voto ausente”. Se trata de un voto que no es secreto porque quien deposita la papeleta no es el elector sino un agente pagado por las maquinarias electorales que “testifican” la intención de voto del elector. Hay numerosos fraudes con la manipulación del “voto ausente” de votantes sin que éstos lo sepan.
Con este tipo de votos se han producido escándalos históricos, como el de 1996, cuando el diario Miami Herald publicó datos oficiales que revelaron que entre los electores de ese estado aparecieron 50.000 delincuentes encarcelados y 17.000 fallecidos que votaron por el procedimiento del “voto ausente”. En el mismo artículo, el periódico agregó la existencia de 47.000 personas que estaban inscritas como electores en más de un distrito.