Regresó a Brasil el papel tutelar de los militares

Ernesto López
La destitución del Dilma Rousseff se consumó el 30 de agosto de 2016.
Poco apegado a derecho, polémico y contumaz, el Senado concluyó un
proceso que había comenzado nueve meses antes. No existía prueba
suficiente sobre la implicación de la presidenta en el delito por el que
se la acusaba, que pudiera justificar su impeachment. Sin
embargo ocurrió. Un anticipo de lo que terminaría resultando pudo verse
en la sesión de la Cámara de Diputados que trató el asunto. Una mezcla
de insustancialidad y malicia, en ambos casos políticamente orientada
–aunque casi payasesca— fundamentó los votos. “Por mi esposa Paula”,
argumentó uno; “por mi nieto Gabriel”, explicó otro; “por la tía que me
cuidó de pequeño”, arguyó un cuarto; “por los militares del ’64” indicó
un quinto, y así de seguido. El capitán retirado y también diputado Jair
Bolsonaro, actual candidato a presidente, dedicó el suyo al coronel
Brilhante Ustra, un destacado torturador de la última dictadura militar
brasileña.
En este primer momento hubo algo así como una aquiescencia silenciosa
de los uniformados que hicieron llegar por vías no públicas sus
opiniones (o presiones) a diputados y senadores. Boaventura de Sousa
Santos calificó como neogolpe a lo sucedido e indicó: “Hay una
presencia no muy obvia, discreta pero evidente de los militares”, en
declaraciones que ofreció en medio del proceso a BBC Mundo (13/05/17).
Algunos analistas prefirieron hablar de golpe palaciego o legislativo y
otros –entre los que me cuento— de golpe blando. Es que la ausencia de
una participación activa de los uniformados que impusiera por la fuerza
una alteración del orden político vigente descartaba la figura clásica
del golpe militar.
La ofensiva contra Luis Ignacio Lula Da Silva, segunda fase
del ya consumado golpe blando (o como se prefiera llamarlo), no se
desenvolvió en el plano parlamentario sino en el judicial. Y en esta
oportunidad los militares han tenido un papel más perceptible.
Con el proceso contra el ex presidente ya iniciado, pasaron a operar
más abiertamente. El 17 de septiembre de 2017 el general Antonio
Hamilton Mourão, entonces a cargo de la Secretaría de Economía y
Finanzas del Ejército, desarrolló una conferencia realizada en Brasilia
ante una asociación masónica.
Mencionó en ella tres veces la palabra intervención con
referencia a los uniformados. En su parte más saliente afirmó: “O las
instituciones solucionan el problema político por la acción del Poder
Judicial retirando de la vida pública a esos elementos envueltos en
todos los ilícitos o entonces nosotros tendremos que imponer eso
[eufemismo que reemplaza a intervenir (E.L.)]. Entonces si tuviera que
haber, habrá [intervención]. Pero hoy consideramos que las
aproximaciones sucesivas tendrán que ser hechas”. Un tanto elíptico en
aquel entonces, este aviso –transmitido mediante una exposición oral, no
en forma escrita— se hace completamente claro hoy en día y revela una
elaborada maquinación. Ante tamaña expresión de un subordinado, el
general Eduardo Vilas Boas, comandante del Ejército, se mantuvo
impasible en aquel momento. Consultado por los medios se limitó a
elogiarlo en el plano profesional: “Es un buen soldado”, dijo. Mourão,
por su parte, no se detuvo. En diciembre de 2017 volvió a hacer una
defensa de la intervención militar como solución a la crisis política de
Brasil. Entre otras cosas aclaró que el Ejército podría desarrollar un
papel “moderador y pacificador”.
Lo ocurrido en estos días –la negativa del Supremo Tribunal Federal a conceder el hábeas corpus
al ex presidente y la casi inmediata decisión del juez Moro de disponer
su encarcelamiento— pone en evidencia que Mourão no era un antojadizo
opinador castrense sino el expositor de un plan preconcebido que se
había puesto en marcha. En su tramo final vinieron a corroborarlo las
palabras de Vilas Boas, dadas a conocer por Twitter el día previo a la
reunión (y a la decisión) del antedicho Tribunal: “Aseguro a la Nación
que el Ejército Brasileño busca compartir el anhelo de todos los
ciudadanos de bien, de repudiar la impunidad y de respetar la
Constitución, la paz social y la democracia, y el ejército se mantiene
atento a sus misiones institucionales”. Por la misma vía le respondieron
inmediatamente tres generales en actividad: “Tengo la espada al lado,
la silla equipada, el caballo listo y aguardo sus órdenes” (general
Chagas); “Comandante, estamos juntos en la misma trinchera” (general
Miotto); “Estamos juntos comandante” (general Freitas). Otros lo harían
un poco más tarde.
El mensaje estaba mandado. El momento crucial de la acción anunciado
por Mourão había llegado: el Poder Judicial en su más alta instancia
debía retirar de la vida pública a Lula. Sutil –malgré la
grosería de sus tres adláteres, que hacían público lo que el jefe del
Ejército camuflaba—, Vilas Boas, como al acaso, apretó el acelerador.
Anunció que el ejército estaba preparado para intervenir en caso de ser
necesario. La advertencia estaba a flor de agua: o las instancias
judiciales limpiaban el camino para que las instituciones políticas
aceptables retomaran el rumbo o el ejército intervenía. El círculo se
había cerrado y la presión sobre los altos magistrados se hizo muy
intensa. Finalmente fue conseguida la mayoría que se necesitaba para
denegar el hábeas corpus solicitado por la defensa de Lula:
seis a cinco a favor de esto último. (Queda para discernir con
prolijidad y un poco más de tiempo la coherencia del comportamiento de
esos once magistrados; da la impresión prima facie que uno de ellos/as cambió su voto respecto de desempeños anteriores.)
No es del todo sorprendente la actitud del ejército brasileño. El
politólogo norteamericano Alfred Stepan –fallecido en septiembre del año
pasado— dedicó dos de los cuatro capítulos de su acreditado libro Brasil: los militares y la política al
examen de lo que llamó la “pauta moderadora”, esa facultad tutelar,
arbitral e intervencionista de ser necesario que tuvieron los
uniformados entre 1945 y 1964 (años de la caída de Getulio Vargas y del
golpe militar respectivamente). Stepan invoca como antecedentes el
“poder moderador” reservado al emperador en el siglo XIX y algunas
disposiciones de la constitución de 1937 sancionada en tiempos de
Vargas. Dicha pauta caducó durante la larga dictadura militar por la
obvia razón de que los uniformados eran gobierno. Con el desarrollo de
la democracia, la propensión moderadora (o tutelar) menguó pero no
desapareció e hizo una progresiva rentrée ya en tiempos de los gobiernos del PT.
Da la impresión de que llegó para quedarse junto a otros giros
efectuados por los uniformados, como aceptar la realización de
ejercicios antinarcóticos combinados en la Triple Frontera amazónica con
Perú, Colombia y los Estados Unidos, asumir una participación sostenida
en el plano de la seguridad interior y aceptar sin objeciones una vía
de desenvolvimiento neoliberal abierta, por ejemplo, a la explotación
privada del petróleo off shore y de los minerales amazónicos. Son todas decisiones castrenses que se entrelazan con la re-asunción plena del papel tutelar.
Habrá que ver cómo termina de desovillarse el hilo de los
acontecimientos en curso. Aun en el peor de los escenarios habrá
elecciones generales en octubre próximo y en este terreno no está dicha
aun la última palabra.

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