Osho apellido vajcoh

Nicolás Bianchi
La película de Emilio Martínez-Lázaro, «Ocho apellidos vascos», arrasa en las taquillas como panal de rica miel. Se trata, o esa es la pretensión inicial, de una comedia romántica de costumbres, por lo tanto, como si Mesonero Romanos o Estébanez Calderón o los hermanos Quintero fuera el autor, trufada de tópicos, clichés y estereotipos: un señorito andaluz (sevillano, para más señas) que se enamora perdidamente (gancho para el público adolescente) de una «vasquita» abertzale pelín borde, díscola y harto antipática, pero no hasta el extremo -aquí los guionistas vascos tuvieron que hilar fino para no epatar la clientela jatorra- de parecer odiosa al espectador.
Las comedias se hacen con el fin primordial de hacer reír al espectador. Igual que ese era el objetivo de las sagas de Paco Martínez Soria o el «landismo» o el «destape» en los años setenta del siglo pasado: también el público se partía la caja… y nada más. ¿Nada más? No. Detrás de la supuesta intranscendencia de esos inocuos largometrajes se escondía, con mayor o menor sutilidad subliminal, uno o varios mensajes sociopolíticos en forma de moralinas y corolarios que justificaran y reforzaran pivotes y fundamentos de los aparatos ideológicos de la clase dominante, es decir, del orden establecido: la familia, la religión, las buenas costumbres, la hombría de bien, la española cuando besa… en definitiva, el casticismo, el costumbrismo, el que inventen ellos.
Eran, se supone, comedias que hoy no resisten el paso del tiempo, el crítico más implacable. Se hacían desde el poder y para refrendar el sistema, palabra actualmente muy en boga (y la contraria: antisistema). Las comedias, históricamente, raramente se han hecho contra el poder establecido, pero sí contra una determinada clase social o casta o estamento o tribu urbana a la que se satiriza. «Ocho apellidos vascos», desde luego, no está hecha -ni probablemente lo pretende- para criticar el poder. Presenta unos personajes como hipotipos que tratan de reflejar, de alguna forma, segmentos sociales de los cuales una de dos: o nos reímos o no nos reímos. Si nos reímos puede ser porque, ora nos vemos reflejados en los personajes y sabemos -así le dicen- «reírnos de nosotros mismos», con lo cual, al parecer, se demuestra alto grado de inteligencia, ora bien, porque nos reímos distanciadamente, sin espasmos, de unos personajes que no nos conciernen. Pero ambos se ríen. Y si no nos reímos -porque, recuerdo, se trata de reírse y nada más como desiderátum-, es porque, o bien, somos secos y adustos como una tiza, unos amargados que-no-saben-reírse-de-sí-mismos, o bien porque -deformación profesional- vemos (perversamente) que detrás hay gato encerrado -deformación conspiranoica-.
¿Y si ni una ni otra «deformación» y sólo se trata de pura distracción? Es posible, pero ¿quién se ríe, en última instancia, de quién? Hacer risas, casi ridiculizándolo forzando el acento vasco, que, en sí mismo, tiene una potente carga graciosa y/o cómica, pero, como todo, depende del según y cómo de la intención con que se haga, consciente o inconscientemente, sin baba o con mala baba y, sobre todo, cómo se percibe, crítica o acríticamente, arduas cuestiones, del mundo abertzale desde el sistema no es precisamente ejercer de Aristófanes que no dejaba títere con cabeza. No hay ese ánimo. Sólo hay risas… y nada más, ya se ha dicho (y taquilla).
Ni siquiera se inspira en el Libro Segundo de la Poética de Aristóteles que trata de la comedia ácida, la que corroía -previsiblemente- el basamento del poder que tan celosamente custodiaba el ciego Jorge de Burgos (trasunto de Borges) en la Biblioteca -el scriptorium- de la abadía de «El nombre de la rosa» de Umberto Eco.
Pero para que vean lo «liberales» que somos en este blog, pasen, vean y juzguen el film.

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