Yaundé, la capital de Camerún |
El sufismo tradicional está siendo desafiado de manera creciente por el ascenso de una ideología islamista radical, sobre todo el wahabismo o su pariente cercano el salafismo. Las históricas iglesias católica y protestante también se enfrentan a la competencia religiosa, y pierden terreno, principalmente frente a las iglesias resurreccionistas. Esto mina las bases de la coexistencia pacífica y planta las semillas de la intolerancia religiosa. Pero si solo se enfrentan a uno de los síntomas del problema –las sanguinarias acciones de Boko Haram– las autoridades serán incapaces de atacar las raíces del problema.
Boko Haran es un actor crítico desde 2004, cuando sus miembros huyeron de Nigeria debido a las operaciones contra la insurgencia y buscaron refugio en las montañas de Mandara de Camerún. Volvió a suceder en 2009, cuando el fundador del grupo terrorista, Mohamed Yusuf, fue abatido. Desde entonces el grupo se ha radicalizado y bajo un nuevo liderazgo ha expandido su proselitismo en el país. El norte de Camerún ha pasado de ser una zona de paso a convertirse en una base operativa.
En 2013 comenzaron los secuestros de extranjeros. Desde 2014 Boko Haram se enfrenta de manera directa a las fuerzas armadas camerunesas. A lo largo de los dos últimos años, 90 soldados han muerto en 150 ataques que han dejado más de 500 civiles heridos. Solo en julio y septiembre, unas 80 personas han muerto y más de 200 han resultado heridas cuando miembros de Boko Haram atacaron las ciudades de Fotokol, Maroua y Kerawa.
Está claro que el grupo gana fuerza entre los cameruneses, sobre todo en el norte del país, donde ha reclutado en los últimos tres años a más de 3.500 combatientes. Las razones no son solo religiosas. La mayoría proviene de la tribu a la que pertenece el nuevo líder del grupo, los kanuri, y casi todos son reclutas a la fuerza o personas que, acicateadas por la pobreza, se han echado en los brazos del grupo terrorista.
Como sucede en Nigeria y Chad, Boko Haram está recurriendo a los ataques suicidas en Camerún. Estos atentados han creado un clima de miedo, en especial en las ciudades. En el extremo septentrional del país, las autoridades han ordenado a los vagabundos que no estén en las calles y a las familias que no dejen salir a sus hijos de casa. El gobierno pretende con estas medidas mejorar la seguridad, pero se trata más de acciones cortoplacistas que de medidas que ataquen las raíces del problema.
Algunas de estas medidas están provocando nuevas tensiones. Las leyes antiterroristas establecidas el año pasado fueron criticadas por la oposición y la sociedad civil, que denunciaron el establecimiento de una zona gris legal que facilita el abuso de derechos y los arrestos arbitrarios. Las comunidades fronterizas con Nigeria han denunciado detenciones arbitrarias y torturas, entre otras violaciones de los derechos humanos. En el norte, la capital Yaundé y la ciudad portuaria de Douala, donde vestir el burka ha sido prohibido, mujeres con este o simplemente el hiyab han sufrido agresiones. A otras le han quitado estas ropas en público.
Los ataques de Boko Haram han coincidido con un cambio abrupto en el paisaje religioso de Camerún, hogar de alrededor de 1.000 organizaciones religiosas, incluidas cristianas, musulmanas y creencias tradicionales, de las cuales ni siquiera la mitad están legalmente reconocidas. En la actualidad, el 63% de la población es cristiana, el 22% musulmana, un 14% se adhiere a creencias tradicionales y un 1% es agnóstico. Camerún no tiene una historia de violencia religiosa, pero la popularidad creciente de los movimientos radicales pone en peligro este clima de tolerancia religiosa.
El wahabismo, el salafismo, el resureccionismo y otras corrientes religiosas que han aterrizado en Camerún en los últimos 30 años también han disparado la competencia entre religiones.
La transformación dentro del islam es promovida sobre todo por jóvenes radicales del sur de Camerún. Estos jóvenes sureños hablan árabe, se han educado en Sudán o en los países del Golfo, y se oponen a la dominación política y económica de la comunidad musulmana por parte de la envejecida y tradicionalista elite sufí. La lucha por la supremacía entre los sufíes y los grupos fundamentalistas ha incrementado el riesgo de violencia en el país.
Dentro de las comunidades cristianas, el auge de las iglesias resurreccionistas ha terminado con el monopolio histórico de las iglesias católicas y protestantes. A menudo sin estatus legal, estos movimientos predican la intolerancia religiosa y condenan el diálogo interreligioso.
Distraídos por la brutal campaña de Boko Haram, las autoridades políticas y religiosas del país infravaloran el efecto polarizador de estos cambios en el paisaje religioso del país.
Por encima de todo, Camerún necesita una estrategia coherente e integral para atacar las raíces de la radicalización. El gobierno debería de inmediato mejorar la vigilancia del proselitismo fundamentalista, reformar las escuelas coránicas del país, y crear instituciones representativas para las iglesias resurreccionistas y las comunidades musulmanas. Debería evitar asimismo un enfoque de seguridad en exclusiva y el riesgo que ello conlleva, centrándose en apoyar a aquellas asociaciones que promueven el diálogo interreligioso, además de dotar a las comunidades de herramientas para que eviten que las diferencias religiosas desemboquen en violencia.