La nueva segregación: el ‘certificado covid’ es sólo el comienzo

Imaginemos un sistema de clasificación que no solo nos categoriza según nuestro estado de salud, sino que también le permite al Estado clasificarnos de otras cien formas: por género, orientación, riqueza, condición médica, creencias religiosas, punto de vista político, estado legal, etc.

Esta es la pendiente resbaladiza en la que estamos embarcados, una que comienza con los pasaportes de vacunas y termina con un sistema nacional de segregación.

Cada día que pasa, más y más empresas privadas y establecimientos están requiriendo a los usuarios prueba de una vacuna COVID-19 para poder trabajar, viajar, comprar, ir a la escuela y, en general, participar en la vida social.

Al permitir que cualquier agente del Estado (policía, guardia civil, revisor de RENFE, etc.) establezcan una prueba de fuego para que las personas puedan participar en el comercio, la circulación y cualquier otro derecho que corresponda a la vida en una sociedad supuestamente libre, sienta las bases para una sociedad de «muéstrame tus papeles» en la que estamos obligados a identificarnos en cualquier momento ante cualquier funcionario público que lo exija por cualquier motivo. Si no hubiera «pandemia» de por medio, ninguna persona que se identifique «de izquierdas» dudaría en calificar este régimen como un régimen fascista.

Estas prácticas estatales están escalando rápidamente a una toma de poder que faculta al Estado o a cualquier empresa a obligar a demostrar que se cumplen con todas las medidas aparentemente sanitarias. Decimos aparentemente porque tras cada Real Decreto o decreto autonómico relativo a la gestión de la «pandemia» contiene, adicionalmente, toda una panoplia de medidas económicas, fiscales o de vigilancia que ningún medio publica.

Así es también cómo el derecho a circular libremente ha sido socavado, suprimido y reescrito en un privilegio otorgado por el gobierno a aquellos ciudadanos que están dispuestos a seguir la línea o que gozan de una preeminencia social que, como no podría ser de otro modo en un Estado fascista, está asociada a su poder económico.

Ahora, los pasaportes de las vacunas, los requisitos de admisión en establecimientos públicos y las restricciones de viaje pueden parecer pasos pequeños y necesarios para ganar la guerra contra el virus, pero eso no es más que pura propaganda. Principalmente son medidas necesarias para el estado policial en sus esfuerzos por lavar aún más el cerebro a la población, para que crea que el gobierno tiene el derecho y el poder para hacer cumplir actos tan descarados de autoritarismo.

Así es como se encarcela y se encierra a toda una sociedad. En otros tiempos tales tácticas de estado policial se llevaban a cabo en nombre de la seguridad nacional o en la lucha contra ETA, pero ahora, el poder que concentra el Estado se hace en nombre de la salud, porque el Estado siempre se preocupó de nuestra salud.

La lucha contra el terrorismo, donde el Estado se atribuyó y se dotó de leyes de excepción (Ley antiterrorista, Ley de Partidos), resultó ser una política que iba mucho más allá de la excusa terrorista; fue una concentración de poderes donde los casos de represión que hemos visto en las redes sociales durante el confinamiento no podrían concebirse sin esos antecedentes.

La militarización de la lucha contra la inmigración o la llamada Operación Balmis resultaron ser un ensayo de la futura participación de las fuerzas armadas en la vigilancia callejera. Y esta «guerra» contra el COVID-19 (así lo calificó el ex JEMAD Miguel Ángel Villarroya en una de sus ruedas de prensa de abril de 2020) está resultando ser una guerra más contra el derecho de reunión, de expresión y de cualquier derecho civil, librada con todo el armamento de vigilancia y los mecanismos de rastreo a disposición del Estado.

Cuando se habla de «dotarnos de leyes que faculten a las Comunidades Autónomas para que examinen a la población a fin de controlar y prevenir la propagación de este virus», de lo que realmente se está hablando es de crear una sociedad en la que las tarjetas de identificación, las redadas, los puestos de control y los centros de detención se conviertan en una rutina.

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