Simplemente por el nombre es posible establecer con muchas probabilidades de acierto la afiliación religiosa de una persona. Y en un país cada vez más dividido por líneas sectarias, con milicias de todas las confesiones imponiendo su ley, no es conveniente encontrarse en el lado equivocado. De ahí, la angustia de los 3.000 Omar iraquíes.
Omar, como Abu Bakr y Osman, es un nombre eminentemente suní. Los tres corresponden a los primeros califas del islam, cuya legitimidad cuestionan los chiíes. Es inconcebible que un chií elija alguno de ellos para sus hijos. Así que en un Irak dominado por esta comunidad, llamarse Omar da el cante. De igual modo, el Gobierno tuvo que cambiar la designación del operativo para recuperar Ramadi porque la inicial hacía referencia a Husein, un imam chií, y para la población local (suní) era una provocación.
Desde el derrocamiento de Sadam Husein, muchos iraquíes (musulmanes, cristianos y de otros credos) se han cambiado el nombre cuando han tenido que vivir en un área en la que eran minoría, para evitar el acoso. Al parecer, el número de solicitudes ha aumentado en el último año debido a los desplazados por el Estado Islámico, en su mayoría suníes que se ven obligados a refugiarse en zonas chiíes. Pero si el fenómeno es nuevo para estos, otras comunidades llevan décadas sufriéndolo.
El recientemente fallecido Tarek Aziz, que fue ministro de Sadam, se llamaba en realidad Mikhail Yuhanna. Aunque todo el mundo sabía que era cristiano, en la época del panarabismo baasista le fue muy útil elegir un apelativo “más árabe”. No fue el único. Muchos kurdos, turcomanos, yazidíes, shabaks y kakais eran animados a arabizar sus nombres para evitar ser discriminados en los trámites administrativos o en el trabajo.